Cuando era niña, Germaine Krull recorrió gran parte de Europa acompañando a sus padres en su búsqueda de empleo y, sin duda, aquel interminable peregrinar sembró en ella su futura pasión por recorrer el mundo con una cámara de fotos. Un entusiasmo que la llevó a convertirse en una de las primeras mujeres fotoperiodistas, y una verdadera artista de la cámara.
Krull nació en 1897 en la ciudad de Poznań (hoy Polonia, en aquel entonces parte de Prusia oriental), pero pasó poco tiempo en su localidad natal, pues su padre –ingeniero de profesión– viajaba continuamente en busca de trabajo. Esta circunstancia hizo que la pequeña Germaine tuviese una infancia poco convencional, sin acudir a la escuela, pues era su propio padre –de ideas librepensadoras y progresistas– quien la educaba en casa.
Fue en 1915 cuando comenzó a asistir al Instituto de Investigación y Educación de Fotografía de Múnich, donde se formó durante tres años hasta que abrió su propio estudio fotográfico en la ciudad. En esas mismas fechas Krull era ya una ferviente activista política de izquierdas, y en 1919 se sumó a las filas del Partido Comunista Alemán. Esta militancia política le causó numerosos problemas, ya que ese mismo año fue detenida tras ser acusada de ayudar a un enviado de los bolcheviques rusos, Tobias Axelrod, a pasar a Austria.
Detenida en la Lubyanka
Después de un breve paso por prisión, fue expulsada de Bavaria por su filiación comunista, así que decidió viajar a Rusia con su entonces amante, Samuel Levit (alias Kurt Adler), quien terminaría siendo un destacado miembro de la inteligencia soviética durante las décadas de los 20 y 30. Krull y Levit viajaron a Moscú y San Petersburgo para asistir a la Tercera Internacional, donde la joven llegó a escuchar un discurso de Lenin, pero tras romper su relación con Levit, éste la denunció como antibolchevique y fue detenida en la Lubyanka.
Por suerte Krull fue puesta en libertad poco después y, enferma de tifus, regresó a Alemania, estableciéndose en Berlín en 1922. Allí trabajó durante tres años en un estudio de fotografía y en esta primera etapa se caracterizó –además de por sus trabajos comerciales–, por realizar una serie de desnudos que destacaba por su enorme libertad, tanto en el tono de las fotografías (algunas eran de temática lésbica) como por su tratamiento estético.
Paisajes industriales
Durante aquella etapa en Berlín Krull tuvo ocasión de conocer al cineasta y comunista holandés Joris Ivens, y en 1925 no dudó en viajar con él a Ámsterdam, donde Ivens estaba rodando una película. Allí, Krull quedó fascinada por las estructuras metálicas y las grúas de los muelles, y se lanzó a fotografiar aquel fabuloso paisaje industrial, que unos años después, ya en París, daría lugar a su primer libro fotográfico, Métal (1928).
Gracias a aquel trabajo, Krull –que por aquel entonces había entablado ya amistad con algunas de las principales figuras de la vanguardia parisina, como el matrimonio Delaunay, André Malraux, Jean Cocteau o Éli Lotar– se convirtió en una de las figuras más destacadas de la vanguardia fotográfica, y más concretamente de la Nouvelle Vision.
Un estilo desconcertante
Este protagonismo le valió a Krull un puesto en la nueva revista fotográfica Vu, donde comenzó a trabajar como fotoperiodista junto a figuras de la talla de André Kerstérz, desarrollando reportajes sobre cuestiones sociales en los que destacaba por su novedoso tratamiento de los temas, con trabajos sobre las clases trabajadoras y humildes de París, capturando imágenes con su fiel cámara Zeiss Icarette.
Durante varios años, Krull realizó numerosos reportajes para Vu, pero también para otras revistas punteras de la época, al mismo tiempo que seguía publicando sus propios libros sobre fotografía, una práctica en la que también fue pionera. En esas páginas, Germaine Krull sobresalía gracias a sus imágenes a menudo desconcertantes, atípicas y libres de los corsés estéticos y temáticos que solían verse en otros trabajos de la época.
Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, Krull, que seguía teniendo un gran compromiso político pese a sus negativas experiencias pasadas, se involucró con las fuerzas de la Francia Libre, y decidió poner su talento al servicio de la causa. Aquel compromiso la llevó a viajar por Brasil y el África colonial francesa, para más tarde cubrir el desarrollo de las batallas de Alsacia.
Documentando a la comunidad tibetana
Finalizada la contienda, la fotógrafa se trasladó al sudeste asiático donde, además de cubrir reportajes para varias publicaciones sobre la región, regentó durante varios años un hotel en Bangok. De allí viajó al norte de la India a finales de los años sesenta, donde terminó convirtiéndose al budismo y se vinculó con la comunidad de exiliados tibetanos en Dehradun. En estos años Krull siguió desempeñando su labor de fotoperiodista, realizando fotografías a miembros de la comunidad tibetana, y retratando incluso al Dalái Lama.
A comienzos de los años 80, Krull regresó a Europa y se estableció en Alemania, donde murió en 1985. Aunque en la actualidad es reconocida como una pionera del fotoperiodismo y una figura destacada de las vanguardias del siglo XX, su obra ha sido menos estudiada que la de otros fotógrafos de su tiempo. Una imperdonable omisión que quiso solventar el museo parisino Jeu de Paume, donde en 2015 se expuso una retrospectiva con una selección de sus mejores obras.
Más información:Germaine Krull (1897-1985), A Photographer’s Journey
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