La ciudad polaca, que fue Capital Europea de la Cultura en 2016, sigue apostando por la multiculturalidad y el patrimonio como principales señas de identidad. Bienvenidos a una ciudad que ha vivido mil vidas y que tiene todo el futuro por delante…
Nada más poner el pie en el centro de Wrocław quedas cautivado por la sensación de estar inmerso en un gigantesco plató de cine. Algunas calles y edificios recuerdan a la mágica Praga; otras, en cambio, traen ecos de la imperial Viena o parecen sacadas del Berlín oriental de la Guerra Fría; y, a poco que te descuides, en algunos rincones incluso puedes acabar pensando que estás dando un paseo por el Vaticano.
No tardamos en descubrir los motivos de tan singular sensación: Wrocław (o Breslavia, en español), cuarta ciudad de Polonia en tamaño y capital de la región de Baja Silesia, ha tenido muchas vidas. Desde la Edad Media ha pasado por manos de checos, austríacos, alemanes y polacos, adquiriendo cada vez un nombre distinto y sumando posos de cultura y patrimonio a su ADN. En su última reencarnación, antes de la Segunda Guerra Mundial, se llamaba Breslau y era alemana, pero tras la contienda pasó a manos polacas y adquirió su nombre actual. La devastación de la guerra, su repoblación por colonos polacos y las décadas de dominio comunista obligaron a Wroclaw a construir una nueva identidad.
Hoy la ciudad se siente cómoda con su nuevo “yo”, y sus ciudadanos no sólo se cuentan entre los más cálidos y hospitalarios de toda Polonia, sino que Wrocław puede presumir de ser una moderna urbe europea, abierta a la diversidad y con ganas de demostrar al mundo su compromiso con la multiculturalidad.
Fueron sin duda estos argumentos, junto con una escena cultural vibrante y un patrimonio que compite sin complejos con otras ciudades polacas como Varsovia o Cracovia, los que decidieron su nombramiento como Capital Europea de la Cultura de 2016 y Capital Mundial del Libro.
Gracias a estos títulos, Wrocław acogió más de 1.000 eventos artísticos y culturales, entre festivales, conciertos y exposiciones de todo tipo. Toda una revolución que permitió descubrir sus calles e hitos e más importantes a cientos de miles de visitantes llegados de toda Europa.
Tuve la suerte de visitar la ciudad en medio de aquella vorágine de actos y eventos culturales y, cuando llegué al Rynek, la plaza mayor ubicada en el casco antiguo, los últimos rayos de sol esparcían un tono dorado por aquel enorme foro, saturando de vivos colores las bellas fachadas de sus esbeltos y apretados edificios. Conozco buena parte de las plazas principales de Centroeuropa, pero pocas me han transmitido la alegría y la vitalidad que percibí en la de Wrocław. De trazado cuadrangular, su interior cobija el antiguo Ayuntamiento –un hermoso edificio de formas góticas y renacentistas– y el antaño Mercado de Paños, creando un gigantesco deambulatorio a su alrededor repleto de tiendas, cafés y restaurantes.
Siempre que es posible, me gusta admirar las ciudades que visito a vista de pájaro y, por suerte, en una de las esquinas del Rynek me esperaba la torre de la iglesia de Santa Isabel. Desde esta atalaya, a 90 metros de altura, los miles de personas que animan cada tarde todos los rincones de la plaza parecían las figuritas de una hermosa y delicada miniatura.
De nuevo en “tierra firme”, guié mis pasos hasta otro de los espacios más pintorescos del centro, la Plaza de la Sal (Plac Solny), que hoy en día acoge un coqueto y colorido mercado de flores. Desde allí hay un corto paseo hasta las calles del antiguo barrio judío, hoy conocido como barrio de las Cuatro Confesiones, en recuerdo al pasado tolerante y conciliador de la ciudad, en la que convivieron católicos, protestantes, ortodoxos y judíos. Poco se conserva del barrio hebreo, pero sigue en pie una vieja sinagoga que, contra todo pronóstico, sobrevivió a los nazis, pues temían que su destrucción sublevara a la población. En la actualidad el distrito acoge algunos de los restaurantes más chic de la ciudad, como el Mleczarnia (Pawla Wlodkowica, 5) y numerosos bares de copas, reflejo de la abundante presencia de estudiantes locales y foráneos.
La isla de la catedral
A la mañana siguiente, fui caminando hasta la Ostrów Tumski (o isla de la catedral), el lugar donde nació la ciudad. El omnipresente río Óder y sus cuatro afluentes se ramifican por toda Wrocław como las raíces de un árbol, dando lugar a doce islas y creando canales atravesados por más de 130 puentes. Una de estas islas es la de Tumski, que los breslavos han bautizado cariñosamente como el “pequeño Vaticano”, debido a sus numerosos templos y al continuo trasiego de religiosos por sus calles. Allí se levantan la iglesia de la Santa Cruz y la esbelta catedral gótica de San Juan, ambas reconstruidas tras la guerra. En la catedral, orgullo de los breslavos, pude subir de nuevo a las alturas para disfrutar de una vista de las islas bañadas por el río.
Cruzando el Óder –hay que surcar sus tranquilas aguas al menos una vez, a bordo de las embarcaciones que zarpan desde la isla de la Arena– acudí a descubrir otro de los tesoros de la ciudad: el llamado Panorama de Racławice. Había leído maravillas sobre esta gigantesca pintura de 1894, auténtico tesoro nacional para los polacos, pero todas las descripciones se quedaban cortas. La obra deja sin aliento debido a su belleza y dimensiones: nada menos que 15 metros de altura y 120 de longitud.
No fue la única maravilla artística que me cautivó aquella mañana. En las entrañas de la antigua Universidad, un enorme complejo creado por los jesuitas, se encuentra la llamada Aula Leopoldina. Esta antigua sala ceremonial de estilo barroco es un auténtico tesoro en el que se exalta la sabiduría de Dios a través de un espectacular techo pintado, vistosos querubines barrocos y retratos de los padres fundadores de la Universidad. Una visita imprescindible que se completa con el ascenso a la “Torre Matemática”, un antiguo observatorio astronómico con panorámicas de la ciudad vieja y el río Óder.
Fuera del Stare Miasto, la ciudad antigua, Wrocław también me reservaba nuevas sorpresas. A bordo de un añoso tranvía de la línea 10 llegué a los apacibles jardines que rodean al Pabellón del Centenario. Este insólito edificio –me recordó a una versión futurística y gigantesca del Panteón de Roma–, fue construido en 1913, cuando Wrocław era todavía Breslau y sus gentes hablaban alemán. Hoy se considera uno de los ejemplos más sobresalientes de la arquitectura del siglo XX, y ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad. Su visión me hizo pensar en las muchas vidas de la hermosa y animada Breslavia, y cuando quise darme cuenta estaba imaginando qué otras maravillas acompañarían a su próxima reencarnación…
HYDROPOLIS
Las aguas del Óder y sus infinitas ramificaciones por toda la ciudad tienen una importancia capital para Wrocław, como demostraron las inundaciones de 1997. Por esta razón las autoridades de la urbe decidieron reacondicionar las instalaciones de un antiguo depósito de agua para acoger Hydropolis, un innovador y espectacular espacio expositivo que tiene como único protagonista al líquido elemento.
A través de sus diferentes salas, el visitante puede descubrir la importancia del agua en la biosfera, además de conocer las especies que pueblan las profundidades de los océanos de todo el planeta o la evolución de la tecnología que el ser humano a desarrollado a lo largo de la historia para conquistar los mares.
GUÍA DE VIAJE
CÓMO LLEGAR. Desde España hay vuelos directos a Wrocław desde Alicante, Girona, Málaga, Tenerife (con Ryanair). También se puede volar a Varsovia o Cracovia con compañías como LOT, Wizzair o Ryanair, y desde allí desplazarse a Wrocław, bien en un rápido vuelo de apenas 35 minutos (con la compañía LOT), bien en un cómodo tren, con un trayecto de unas 4 horas.
DÓNDE DORMIR. Hotel Monopol (Modrzejewskiej, 2). De líneas clásicas, este elegante hotel atrajo a ilustres visitantes como Marlene Dietrich, Pablo Picasso (el malagueño pintó aquí su célebre ‘Paloma de la Paz’, que se conserva en la ciudad) o el mismísimo Adolf Hitler, quien ordenó construir un balcón para dar un discurso. Hotel Jana Pawla II (Sw. Idziego, 2). Ubicado en el corazón de la isla de la catedral, cuenta con sobrias aunque cómodas habitaciones. Como nota curiosa, es frecuentado a menudo por miembros de la jerarquía católica.
PARA COMER. Mleczarnia (Pawla Wlodkowica, 5). En pleno barrio judío, aledaño a la antigua sinagoga, este restaurante, de ambiente íntimo y acogedor, atrae hoy a buena parte de la juventud de la ciudad.
Karczma Lwowska (Rynek, 4). Situado en la mismísima plaza del Mercado, es una de las mejores apuestas para descubrir la gastronomía de la región, en la que no faltan buenos curados, carnes y los tradicionales pierogi.
Más información: Oficina de Turismo de Polonia