Habían llegado a España para denunciar el ascenso del nazismo en Alemania y reclamar la defensa de los auténticos ideales olímpicos pero, a cambio, cientos de atletas de todo el mundo se encontraron con la oportunidad de empuñar las armas y luchar en primera persona contra el fascismo…
Son las cinco de la mañana del sábado 19 de julio de 1936. En el Hotel Olímpic, ubicado en el estadio de Montjuïc, en Barcelona, cientos de deportistas llegados desde todo el mundo se despiertan sobresaltados por el repentino tableteo de ametralladoras, explosiones esporádicas y gritos nerviosos. Los rumores no tardan en llegar al hotel: elementos fascistas del ejército se han levantado en armas con la intención de ejecutar un golpe de estado contra la República. La noticia se recibe con sorpresa e inquietud entre los deportistas, la mayor parte de ellos vinculados con movimientos obreros de la izquierda internacional. Con intención de garantizar su seguridad, los visitantes extranjeros son recluidos en sus habitaciones, aunque incluso allí llegan algunas balas. Uno de los atletas estadounidenses, Bernard Danchik, recordaba así en su diario las impresiones de aquel día:
«Hay fuego de rifles y pistolas, de ametralladoras, y se escuchan bombas y morteros. Aquí no hacen las cosas a medias… Estamos encerrados en nuestro hotel, y cada vez que asomamos nuestras cabezas por las ventanas nos reciben con disparos. Finalmente nos permiten salir cuando las cosas están relativamente tranquilas. Vamos aquí y allá recogiendo balas y haciendo fotos. Esta hermosa ciudad es un desastre. Las iglesias están ardiendo por toda la ciudad».
Ninguno de los más de seis mil deportistas llegados de toda Europa y otras partes del mundo podía imaginarlo entonces, pero se estaban convirtiendo en protagonistas involuntarios de los primeros zarpazos de la guerra civil española. Habían llegado a nuestro país para alzar su voz frente al fascismo y reclamar los ideales olímpicos de hermandad, igualdad y pacifismo por medio de una Olimpiada Popular, alternativa a la que un mes más tarde tendría lugar en la Alemania nazi, y paradójicamente ahora tenían la oportunidad de presenciar en primera persona los terribles efectos de una guerra cuya mecha había encendido el fascismo y las fuerzas reaccionarias.
Berlín: la olimpiada nazi
A comienzos de 1931, varias ciudades se disputaban el honor de convertirse en sede de los Juegos Olímpicos previstos para el verano de 1936: Roma, Berlín, Budapest y la propia Barcelona, entre otros enclaves, intentaban convencer a los responsables olímpicos de que su candidatura era la más idónea. Casualmente, en abril de ese mismo año el Comité Olímpico Internacional debía congregarse en la ciudad condal para llevar a cabo la votación que decidiera la sede definitiva. Barcelona había sido ya candidata –sin éxito– en años anteriores, y en esta ocasión contaba con varios puntos a su favor: disponía de unas excelentes instalaciones e infraestructuras heredadas de la reciente Exposición Universal celebrada en 1929, contaba con un moderno estadio deportivo y, además, nunca había acogido unos Juegos Olímpicos.
Sin embargo, la suerte no estuvo de parte de la candidatura catalana. La coincidencia de la proclamación de la Segunda República amedrentó a varios de los miembros del Comité, que rehusaron acudir a la ciudad temiendo altercados, y la votación se decantó finalmente por Berlín. En aquellas fechas, las relaciones políticas jugaron un papel destacado, pues la relación entre Francia y la República de Weimar en Alemania eran excelentes, con la sombra de la terrible Gran Guerra casi ya olvidada. Aunque Berlín ya había sido sede olímpica en 1916, la nueva designación se revelaba como un mensaje de optimismo y buena voluntad, un símbolo de que la paz en Europa era posible.
Por desgracia, el ascenso de Hitler y el nazismo al poder iba a dar una vuelta de tuerca a la inestable situación política europea, y poco a poco los Juegos Olímpicos de Berlín fueron revelándose como una inmejorable arma de propaganda política para la Alemania nazi, que vio en el evento deportivo una ocasión perfecta para proclamar al mundo sus ideales raciales y de supremacía aria.
Así, lo que debía ser un evento que sirviera para reforzar los lazos de hermandad entre los pueblos del mundo, acabó convirtiéndose en un acto de propaganda fascista que incomodó a muchos estados, y en especial a las fuerzas políticas de izquierda. En 1935, con los Juegos a un año de celebrarse, la proclamación de las Leyes de Núremberg, que discriminaban a los judíos y anticipaban una previsible exclusión de numerosos atletas por cuestiones raciales en la cita olímpica, terminó por alzar las voces de distintas organizaciones, que reclamaban un boicot a los Juegos de Berlín, para entonces identificados ya con el nazismo y el autoritarismo.
De forma paralela, las organizaciones y partidos de izquierdas llevaban varios años –incluso desde antes de la Primera Guerra Mundial–, creando distintas federaciones deportivas de carácter obrero. Hasta entonces comunistas y socialistas habían percibido las olimpiadas y la práctica de deportes como actividades propias de la burguesía y la aristocracia, pero pronto se percataron de que la creación de federaciones gimnásticas y deportivas, y la celebración de encuentros y competiciones entre deportistas constituían una vía perfecta para reforzar la cohesión entre los diferentes movimientos obreros. Así, varios países vieron surgir la aparición de organizaciones como la Internacional Deportiva Roja o la Unión Deportiva Internacional del Trabajo, vinculados con movimientos comunistas y socialistas respectivamente.
En 1935, con Berlín designada ya como sede olímpica para el año siguiente y convertida por Hitler en elemento de propaganda, las organizaciones deportivas de izquierdas plantearon la necesidad de celebrar eventos de protesta contra aquella instrumentalización fascista del espíritu olímpico, que debía ser un canto a la libertad, la igualdad y la paz entre los pueblos. La Internacional Deportiva Roja creó para tal fin el Comité Internacional para la Defensa de la Idea Olímpica, que en España tuvo su reflejo en el Comité Español de Defensa del Espíritu Olímpico. En Francia se creó la Federation Sportive de Gauche (Federación Deportiva de Izquierdas) y en Estados Unidos el Comittee on Fair Play in Sports (Comité para el Juego Limpio en los Deportes).
Unos juegos alternativos
Al mismo tiempo, y en consonancia con el panorama político de Frentes Populares que recorría toda Europa, las distintas organizaciones deportivas de izquierda, hasta entonces enfrentadas en bloques comunistas y socialistas, decidieron aunar fuerzas para mostrar su oposición a lo que denominaban “olimpiada hitlerista”.
La idea de celebrar eventos en toda Europa a modo de protesta fue haciéndose cada vez más fuerte, y en España la Federación Cultural y Deportiva Obrera (FCDO) planeó la celebración de una manifestación deportiva de protesta en el verano de 1935. Por desgracia, la situación política no era entonces la más favorable en nuestro país, por lo que la organización decidió posponer el acto para un momento más propicio.
Arrancado ya el año 1936, y tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero, la situación parecía mucho más propicia. Surge entonces en Cataluña, y más concretamente en Barcelona, la idea de organizar una Olimpiada Popular en la ciudad a raíz de una iniciativa del Comité Català Pro Esport Popular, que fue vista con buenos ojos por varias organizaciones deportivas y obreras, como el Centre Gimnàstic Barcelonès o el Club Femení i d’Esports. Para sorpresa de sus organizadores, la iniciativa gozó de un gran éxito de convocatoria, no sólo en España, sino también en el extranjero, donde distintas federaciones acogieron la idea con entusiasmo.
El acto pasó entonces de ser un encuentro de carácter regional o nacional para convertirse en el proyecto internacional que daría voz a quienes pretendían boicotear las olimpiadas nazis de Hitler en Berlín. La organización –con varios representantes de Esquerra Republicana de Catalunya en su directiva y Lluís Companys como presidente de honor–, no tardó en obtener ayuda financiera del Gobierno de España (con una aportación de 250.000 pesetas), de la Generalitat (100.000 pesetas) e incluso del Gobierno del Frente Popular de Francia, que aportó la mayor suma de todas: 600.000 pesetas. Además, la Olimpiada Popular, que estaba prevista para la segunda mitad de julio, contó con la ayuda del Ayuntamiento de la ciudad, que proporcionó las instalaciones deportivas de Montjuïc y una pequeña aportación económica.
Poco a poco comenzaron a llegar las confirmaciones de asistencia de diferentes federaciones nacionales y extranjeras, hasta sumar un total de 6.000 participantes llegados de países como Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Austria, Italia, Alemania o Canadá, entre otros. Además, acudirían también unos 3.000 participantes de actos folclóricos, con la idea de reforzar la idea de diversidad y hermandad entre los pueblos, y varios miles de espectadores procedentes de diferentes países.
La intención principal de la Olimpiada Popular de Barcelona era defender los ideales de igualdad y libertad que encarnaban los Juegos Olímpicos, y que en opinión de los organizadores habían quedado desvirtuados por el cariz fascista y racista de los Juegos de Berlín. El Comité de Organización de la Olimpiada Popular redactó un texto en mayo de aquel año de 1936 en el que dejaba clara su planteamiento:
«Los JJ. OO. de Berlín tienen el fin de propagar el espíritu del nacionalsocialismo, de la esclavitud, de la guerra y del odio racial. La Olimpiada Popular de Barcelona, al contrario, quiere defender el verdadero espíritu olímpico que reconoce la igualdad de razas y de pueblos y estima que la paz es la mejor garantía para la educación sana de deportistas y de la juventud de todas las naciones».
La mayor parte de los participantes en la iniciativa “popular” de Barcelona pertenecían a asociaciones deportivas de izquierda, y la vinculación con los movimientos obreros era más que evidente. Así, una de las actividades previstas durante la Olimpiada consistía en la condena de la detención del líder comunista alemán Ernst Thälmann por parte de la Gestapo.
Sin embargo, la iniciativa iba mucho más allá. Entre las más de 20 delegaciones que se sumaron a la Olimpiada, había varias que no pertenecían a países reconocidos –era el caso de Argelia o Palestina–, y también regiones como Alsacia, Galicia o Euskadi, e incluso de grupos independientes, como una delegación de judíos emigrados. Al mismo tiempo se planificó la Olimpiada como un evento que diera visibilidad al papel de la mujer en el deporte, aspecto que se ignoraba en las olimpiadas oficiales, y se abría la participación a deportistas de élite, expertos y aficionados. De este modo la Olimpiada Popular de Barcelona rompía con la imagen de una competición entre estados –reforzando la hermandad entre los pueblos– y abría sus puertas a todas las razas y sexos, que podían participar en cualquier de los dieciséis deportes incluidos en la cita alternativa.
Pese al apoyo gubernamental y popular, la cita olímpica de Barcelona no fue bien acogida por todos. Dada su estrecha vinculación con los movimientos obreros de izquierda, la iniciativa fue duramente criticada por la prensa conservadora, tanto en Cataluña como en el resto del país. Para la prensa nacional el evento era una “olimpiada separatista”, mientras que para los medios catalanes de derechas se veía como una propaganda centralista que relegaba al idioma catalán a un segundo plano. También desde ciertos sectores de la izquierda, concretamente desde el POUM, se realizaron críticas, pues en opinión del partido marxista la Olimpiada Popular no era sino un reflejo del deporte burgués.
Sublevación
La inauguración de la Olimpiada de Barcelona estaba prevista para la tarde del día 20 de julio, pero la mayor parte de los participantes y espectadores foráneos –en total unos 20.000– habían ido llegando ya en días anteriores para entrenarse y conocer la ciudad. El día 18, por ejemplo, las Ramblas se habían llenado de animación y color gracias a un multitudinario desfile en el que participaron miembros de las 23 delegaciones participantes.
La mayor parte de los atletas se alojaban en la propia zona de Montjuïc, junto al estadio olímpico, y allí les sorprenderían los ruidos de disparos y explosiones en la madrugada siguiente. Pero antes, en la tarde-noche del día 18, comenzaron a llegar las primeras e inquietantes noticias sobre la sublevación fascista en Marruecos, Canarias y puntos de la Península. A aquellas horas, el músico Pau Casals ensayaba con la orquesta que debía dirigir al día siguiente en el Teatro Grec de Montjuïc, con motivo de la inauguración de la Olimpiada Popular. Un miembro de la organización se acercó a él y le puso al corriente de lo que sucedía. A continuación, Casals se dirigió a sus músicos y les invitó a tocar una vez más la pieza que estaban ensayando, la Sinfonía nº9 de Beethoven. Él mismo recordaría tiempo después: «Nosotros cantábamos el himno inmortal de la hermandad, mientras en la calle se preparaba una lucha que tanta sangre haría verter».
Cuando, en efecto, el día 19 amaneció con el intento de sublevación también en Barcelona, la mayor parte de los deportistas permaneció encerrado en su hotel por razones de seguridad. Sin embargo, según fue avanzando el día y la situación parecía ir controlándose, algunos atletas se atrevieron a aventurarse por las calles del centro de la ciudad. Además del relato de Danchik, cuyas palabras reproducíamos al comienzo del artículo, otros deportistas dejaron por escrito sus impresiones de aquellas horas angustiosas y emocionantes. Un deportista belga, cuyo nombre se desconoce, reflejaba así la caótica situación de la jornada:
«Las calles están vacías bajo un sol abrasador. En la plaza del Comercio chocamos con las primeras barricadas, cientos de metros más lejos vemos a unos sindicalistas armados. Todas las calles laterales están bloqueadas, nos deslizamos a lo largo de las fachadas de las casas. Las balas silban a través de la plaza. Instintivamente doblamos la espalda y nos refugiamos en un portal. Vemos claramente cómo desde el campanario de una iglesia los francotiradores disparan por la espalda a los trabajadores que se encuentran tras las barricadas».
Ante el desarrollo de los acontecimientos, autoridades y organizadores de la Olimpiada decidieron suspender el evento, pues se temía por la integridad de los atletas participantes. Buena parte de ellos regresaron en cuanto fue posible a sus lugares de origen –los franceses, por ejemplo, se organizaron en caravanas de autobuses hasta la frontera–, pero muchos otros quedaron tan impactados por lo que vivieron que tomaron la determinación de quedarse para luchar contra el fascismo. Se convirtieron así en el germen de lo que poco más tarde serían las Brigadas Internacionales.
El día 24 de julio, con los ánimos ya más calmados tras sofocarse la insurrección en Barcelona, el diario La Vanguardia se hacía eco de la visita de un grupo de deportistas extranjeros al palacio de la Generalitat para saludar al presidente Companys y al consejero Gassol. Según la prensa, los deportistas hicieron constar su satisfacción por el trato recibido y por «la notable y heroica reacción del pueblo catalán contra el fascismo». Además, aquellas líneas mencionaban ya la intención de numerosos atletas de alistarse en las milicias ciudadanas que, poco después, saldrían en dirección a Zaragoza.
Atletas contra el fascismo
Uno de estos deportistas que decidieron tomar las armas fue la nadadora suiza Clara Thalmann, quien había llegado para participar en la Olimpiada como miembro del Club de natación de los trabajadores. Thalmann quedó fascinada por el coraje de los milicianos catalanes, y tras reponerse de la sorpresa inicial, no dudó un minuto en alistarse en la Columna Durruti.
La suiza era una destacada activista anarquista en su país, y junto a sus compañeros de la Columna Durruti marchó en dirección al frente de Aragón, donde se le unió su esposo, Pavel Thalmann. Ambos lucharon mano a mano en las trincheras –donde conocieron a George Orwell–, y también participaron en las tristes Jornadas de Mayo del 37 en Barcelona, enfrentándose a los comunistas como parte de un grupo llamado “Amigos de Durruti”. Fue precisamente su posicionamiento anarquista lo que llevó a su detención por parte de las fuerzas republicanas, pasando varios meses en prisión. Cuando al fin fueron liberados gracias a la mediación de sus amigos suizos, Clara y Pavel Thalmann se establecieron en París, donde poco después, en plena II Guerra Mundial, destacarían como miembros activos de la Resistencia francesa.
Otro de los atletas que sucumbió seducido ante el entusiasmo revolucionario y antifascista vivido en Barcelona en aquellos días de julio fue el estadounidense Alfred “Chick” Chakin. El norteamericano había acudido a la Olimpiada Popular como entrenador del equipo de lucha, con la intención de mostrar la oposición del movimiento obrero estadounidense frente al fascismo. Una vez aquí, y tras convertirse en protagonista involuntario del inicio de la guerra civil, decidió sumarse a las Brigadas Internacionales con entusiasmo, tras un breve retorno a su patria. Chakin se unió al Batallón Mackenzie-Papineau, formado en su mayoría por canadienses, y luchó con valor en varios frentes durante la contienda, al tiempo que recopilaba un abultado diario repleto de anotaciones, fotografías y recortes de prensa. En 1938, mientras la XV Brigada se retiraba ante el avance enemigo, Chakin fue capturado por los fascistas cerca de Caspe (Zaragoza) y fusilado pocos días después.
Ginestà: atleta y miliciana
También los atletas españoles se sumaron a la lucha contra el fascismo, aunque no siempre fuera empuñando las armas. Ese fue el caso de la jovencísima María Ginestà, una joven de 17 años que en 1935 había destacado como corredora en las pruebas de 80 y 600 metros, y en salto de longitud. Ginestà pretendía participar en las pruebas atléticas de la Olimpiada Popular, pero además colaboraba con la organización ejerciendo como traductora de francés, pues había pasado su infancia en el país vecino. La joven pertenecía a las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña, y cuando se produjo la sublevación de las fuerzas fascistas no dudó en seguir a sus compañeros de partido.
Meses más tarde, con la guerra ya avanzada, su dominio de los idiomas la llevó a convertirse en traductora de Mijaíl Koltsov, periodista del diario soviético Pravda, y ella misma acabó ejerciendo de reportera para los medios republicanos. Pero antes, el 20 de julio, Ginestà se encontraba entre los milicianos que tomaron el Hotel Colón, en la plaza Cataluña. En la azotea de aquel edificio, la joven fue fotografiada con un fusil al hombro y el pelo alborotado por el viento, una imagen que se convertiría en uno de los iconos de la guerra.
El autor de la fotografía, casualmente, no era otro que el alemán Hans Gutmann, un simpatizante del Partido Comunista que había acudido a Barcelona para cubrir las celebraciones de la Olimpiada Popular. Al igual que los atletas mencionados, Gutmann se vio contagiado por el entusiasmo de aquellos días de lucha revolucionaria, y el mismo 20 de julio se sumó a los organizadores de quienes preparaban las columnas que iban a partir en dirección a Aragón. Días más tarde el fotógrafo alemán se incorporó a las filas de la columna Trueba-Del Barrio (más tarde llamada Carlos Marx) y partió en dirección a tierras aragonesas. Gutmann participó en los combates de distintos frentes, tanto en Aragón y Cataluña como en Madrid, pero además de disparar su rifle también apuntó con su cámara fotográfica, dejando un valioso legado gráfico compuesto por más de 3.000 imágenes. Tras la guerra se exilió en México, como muchos otros republicanos, y castellanizó su nombre por el de Juan Guzmán, con el que siguió trabajando como fotógrafo para distintos medios.
Ilusiones revolucionarias
El sueño de unos Juegos Olímpicos alternativos, más justos, igualitarios y plurales que los oficiales de Berlín –que habían sido “secuestrados” por el nazismo– se vio bruscamente interrumpido, pero en contrapartida la ilusión se mantuvo viva en la esperanza revolucionaria de quienes vieron una oportunidad de luchar de forma directa contra la opresión. Clara Thalmann, la nadadora y activista suiza, lo resumió a la perfección con estas palabras: «Habíamos ido a desafiar el fascismo en un estadio, y al final tuvimos la oportunidad de combatirlo».
Aquellos sueños se hicieron añicos una vez más, al menos en los campos de batalla españoles, cuando el triunfo de las tropas sublevadas sepultó a la República y condenó a la muerte o al exilio a cientos de miles de españoles. Algunos de los supervivientes, tanto españoles como extranjeros, conseguirían al fin su triunfo pocos años después, cuando el nazismo cayó derrotado ante la acometida del ejército aliado, en cuyas filas se contaban muchos hombres y mujeres que habían viajado, en aquel verano de 1936, para competir en unas olimpiadas que pregonaban la hermandad entre los pueblos del mundo…