Con más de mil años de historia y casi 300.000 habitantes, Montpellier es hoy una de las urbes más activas e importantes de Francia. Bañada por el cálido sol mediterráneo y con un pasado que enlaza con la Corona de Aragón, la antigua capital del Languedoc-Rousillon ofrece al visitante un agradable viaje a través de la historia.
La primera vez que recorrí el laberinto de callejuelas del Écusson –el centro histórico de Montpellier–, me embargó una curiosa sensación de familiaridad como, si pese a encontrarme al otro lado de los Pirineos, en cierto modo siguiese paseando por algún rincón de la península ibérica.
Puede que aquella impresión tuviera mucho que ver con el luminoso clima de la región –la antigua capital del Languedoc-Roussillon presume de unos 300 días de sol al año–, y con la proximidad de las aguas del Mediterráneo, a apenas once kilómetros de distancia. Sin embargo, hay algo más en el ADN de Montpellier que, sin perder su evidente identidad francesa, le confiere un inconfundible aire español.
Mis sospechas aumentaron cuando me tropecé aquí y allá con calles, establecimientos y comercios cuyos nombres aludían una y otra vez a la Corona de Aragón o a algunos de sus reyes. Y es que, en efecto, esta hermosa urbe del mediodía francés tuvo un estrecho vínculo con la monarquía aragonesa, hasta el punto de que en la Edad Media la villa creció durante casi siglo y medio bajo tutela de la Corona, tiempo en el que experimentó un importante desarrollo económico y cultural.
Mientras callejeaba al azar por las calles del vieux Montpellier, y no muy lejos de la iglesia neogótica de Saint-Roch (San Roque, patrón de la ciudad) acabé descubriendo una de las huellas de ese pasado de espíritu aragonés al final de la rue de l’Ancien Courrier, calle en la que se levanta el antiguo palacio de Tournemire. En la hoy modesta fachada del edificio –quedan pocos signos de su pasado esplendor–, una placa anuncia que allí, entre sus viejos muros, nació el 2 de febrero de 1208 el poderoso Jaime I el Conquistador, rey de Aragón, Valencia y Mallorca, conde de Barcelona y señor de Montpellier.
Unos años antes, en 1204, su padre Pedro II de Aragón –quien tenía entre sus vasallos a numerosos señores del sur de Francia–, se había casado con María de Montpellier, añadiendo así un nuevo territorio a la larga lista de posesiones de la Corona de Aragón en suelo galo.
Tras la muerte del monarca durante la Cruzada albigense –a la que había acudido para socorrer a sus vasallos y parientes frente a las tropas pontificias dirigidas por Simon de Monfort–, fue Jaime I quien se convirtió en el nuevo señor de Montpellier, villa a la que regresaría en numerosas ocasiones para resolver problemas internos del territorio e intervenir en la política de la región frente a los intereses de los monarcas franceses.
Aunque en 1258 el rey de Aragón firmó el Tratado de Corbeil con Luis IX, por el que renunciaba a sus derechos sobre gran parte de territorios del sur de Francia, nunca entregó el señorío de Montpellier, que siguió durante casi cien años más en manos de la Corona de Aragón a través de los reyes de Mallorca, entre ellos su hijo Jaime II, nacido también en la villa francesa.
Una época de esplendor
Durante el dominio de la corona aragonesa, Montpellier vivió una próspera edad de oro. Ya en tiempos de Pedro II, el monarca otorgó deducciones y privilegios especiales a sus habitantes, y estableció un sistema de gobierno municipal autónomo controlado por cónsules que se aproximaba mucho a un sistema democrático. Su hijo Jaime siguió favoreciendo a su ciudad natal, y bajo el escudo aragonés la ciudad y su señorío vieron florecer calles repletas de comerciantes, artesanos, pañeros y cambistas, hasta el punto de que la población de Montpellier se multiplicó por cuatro.
Hoy, mientras paseamos por el Écusson –llamado así porque visto en un mapa tiene forma de escudo–, todavía es posible identificar algunas huellas de ese pasado glorioso que la ciudad vivió bajo dominio aragonés. De la imponente muralla que protegió a Montpellier desde el siglo XIV tan sólo sobreviven en la actualidad dos de sus torres, la Tour de la Babote –en el pico sur del “escudo”– y la Tour des Pins. Sin embargo, muy cerca de esta última descubrimos uno de los tesoros arquitectónicos y culturales de la ciudad: su célebre y veterana Facultad de Medicina.
La Escuela de Medicina original se creó en 1180 por orden de Guillermo VIII –de la casa de los Guilhem, la dinastía de señores anterior al dominio de la Casa de Aragón–, pero fue bajo dominio aragonés, en 1220, cuando aquel centro de estudio se convirtió en facultad por decreto pontificio.
Hoy en día la Facultad de Medicina de Montpellier posee el honor de ser la más antigua de Occidente que sigue en activo, y por sus aulas pasaron personajes tan ilustres como Michel de Nôtre-Dame –más conocido como Nostradamus–, el mallorquín Ramon Llul o el aragonés Arnaldo de Vilanova. Este último, por cierto, no fue sólo alumno de la institución, sino que durante unos años se convirtió en uno de sus más reputados profesores.
Si nos acercamos hasta este venerable centro del saber, merece la pena dedicar un buen rato a descubrir las maravillas de su Conservatorio de Anatomía, un singular museo con más de 5.600 piezas entre las que se encuentran multitud de esqueletos, momias y restos humanos que, durante décadas, sirvieron de muestras didácticas a varias generaciones de estudiantes.
A un paso de la facultad –en realidad ambos edificios están adosados, pues el centro universitario ocupa los terrenos del antiguo monasterio–, se levanta imponente la singular catedral de Saint-Pierre (San Pedro). El origen de este edificio se remonta a 1364 –poco después de que la ciudad pasara a manos del rey de Francia–, cuando el papa Urbano V, que había sido estudiante de la universidad de la villa, ordenó construir allí un monasterio y una iglesia, germen de la actual catedral.
El elemento más llamativo de este templo de estilo gótico meridional se encuentra en su fachada, y consiste en un potente porche con baldaquino sostenido por dos gruesos pilares circulares, que confieren a la catedral un marcado aire de fortaleza militar.
Muy cerca de allí, al otro lado de una suave escalinata, se encuentra la place de la Canourgue, una de las muchas placitas que salpican el casco antiguo de la ciudad –otras que merece la pena visitar son las de Saint-Roch o Saint-Ravy, con sus animadas terrazas–, y en la que destacan la vistosa Fuente de los Unicornios y una hermosa mansión del siglo XVII que dio cobijo al Ayuntamiento entre 1816 y 1975.
Un último enclave de época medieval aguarda en la rue de la Barralerie, oculto a simple vista. Se trata de un antiquísimo mikvé, un baño ritual judío de los siglos XII y XIII, testimonio de la importancia que tuvo la comunidad hebrea en la villa durante la Edad Media. Su visita es muy recomendable, pero únicamente puede realizarse si vamos acompañados por personal de la oficina de turismo de la ciudad.
Loas al Rey Sol
Si la Edad Media estuvo marcada por el dominio de los Guillermos y, especialmente, por la Casa de Aragón, durante el siglo XV fue un singular personaje originario de Bourges, Jacques Coeur, quien dio un nuevo impulso a la ciudad y a sus habitantes.
Además de banquero, político y tesorero del rey de Francia, Coeur fue un avispado comerciante que inició un próspero intercambio comercial con Oriente y estableció su centro de operaciones en Montpellier –gracias al cercano puerto de Lattes–, lo que ayudó a la ciudad a recuperarse de los temibles efectos de la peste, que en aquellos años había asolado a buena parte de Europa.
De su notable influencia en la localidad quedan todavía hoy algunas huellas, entre otras el hôtel des Trésoriers de France o Palacio Jacques Coeur, en la calle que lleva su nombre. El edificio fue construido en 1440, y en la actualidad acoge la sede de la Sociedad Arqueológica de Montpellier.
Hasta finales del siglo XVII, una de las entradas principales al Écusson se encontraba en el lado oeste de la ciudad, y recibía el nombre de Puerta de Peyrou. En 1691, sin embargo, esta puerta histórica de la muralla fue derribada para construir un vistoso arco de triunfo que, al estilo de los existentes en París, cantase las glorias de Luis XIV.
Un siglo más tarde el monumento dio paso a la creación de la Plaza Real del Peyrou, un magnífico espacio verde que acoge la estatua ecuestre del Rey Sol y el Chateau d’Eau, un templete de estilo clásico construido en 1768 por Henri Pitot, y cuya función consistía en distribuir el agua potable que le llegaba desde el cercano acueducto de Saint-Clément, de 14 kilómetros de longitud.
Algo más al norte, muy cerca de la Facultad de Medicina, se encuentra el Jardin des Plantes, otro gran espacio verde que da cobijo al jardín botánico más antiguo de Francia. Fue creado en 1593 por Pierre Richer de Belleval siguiendo órdenes del rey Enrique IV, y aunque en un principio era de acceso limitado y estaba dedicado al estudio de las plantas medicinales, en el siglo XIX se amplió y fue abierto a todos los ciudadanos.
Al otro lado del arco de triunfo, hacia el interior de la ciudad, arranca la rue Foch, una vía ideada por el alcalde Jules Pagézy en el siglo XIX, siguiendo las influencias en urbanismo y arquitectura que Haussmann había planteado en París. También de esa misma centuria es el Palacio de Justicia, un soberbio edificio neoclásico construido en 1853, y que se levanta en el mismo solar en el que tuvieron su palacio los primitivos señores de Montpellier, los Guillermos.
Si continuamos paseando por la rue Foch en dirección al centro y giramos en la concurrida y comercial rue de la Loge, terminaremos llegando antes o después a la animada Place de la Comédie. En su día este gran espacio oval –los montpellerinos lo llaman también con cariño “plaza del huevo”– fue el corazón de la ciudad, y en hoy en día sigue siendo el alma de Montpellier.
La Comédie es un hervidero de gente a cualquier hora del día, no descansa nunca gracias a las actuaciones de los músicos callejeros y cuenta con un buen número de cafeterías y restaurantes con terraza que invitan a disfrutar del benigno clima que suele acompañar a la ciudad.
Por otra parte, la plaza posee dos hitos del patrimonio que bien merecen una contemplación sosegada: por un lado el edificio de la Ópera Comédie, que da nombre a la plaza y posee un estilo que sigue las líneas de su hermana mayor de París; y por otro la llamativa fuente de las Tres Gracias, una obra de finales del siglo XVIII coronada con una bella escultura de Étienne Dantoine, originalmente situada en el hall de la Comédie.
Mirando al futuro
La animada Place de la Comédie da paso, en dirección norte, a una mucho más tranquila explanada Charles de Gaulle, un pequeño parque que discurre pegado a uno de los costados del Écusson. A medio camino de este estrecho jardín, en el paralelo bulevar de Bonne Nouvelle se encuentra el Museo Fabre, que cuenta con una de las más importantes colecciones de bellas artes de Francia, creado a partir de la colección personal legada a la ciudad por el artista local François-Xavier Fabre, un pintor discípulo de Jacques-Louis David que llegó a ser miembro de la Academia de Florencia.
En sus fondos podemos disfrutar de las obras de grandes maestros flamencos y holandeses como Rubens o Teniers, italianos (Veronés), franceses (Delacroix, Géricault o Courbet) y, por supuesto, españoles, como Ribera o Zurbarán.
No es este el último vínculo de la capital del Languedoc con nuestro país. Al Este del Écusson, ese corazón medieval con alma en gran medida aragonesa, se levanta desde la década de los años 80 del siglo pasado Antigone, un moderno y lujoso barrio de estilo neoclásico diseñado por el arquitecto catalán Ricardo Bofill. La construcción del arquitecto español inauguró el nacimiento del Montpellier más moderno y futurista, que en los últimos años se ha continuado en las construcciones de Port Marianne, como el nuevo Ayuntamiento –obra de Jean Nouvel y François Fontès– o el Odysseum.
CARCASSONE, LA PRISIÓN DE JAIME I
Desde el siglo XI, la ciudadela fortificada de Carcassone –una de las más bellas de toda Europa– estuvo bajo los dominios de la casa de los Trencavel. Esta dinastía mantuvo desde sus inicios vínculos estrechos con el condado de Barcelona, y tiempo más tarde –a partir del reinado de Alfonso II–, se sometió en vasallaje a los reyes de Aragón.
A comienzos del siglo XIII, tras el matrimonio entre Pedro II de Aragón y María de Montpellier y el nacimiento de su hijo Jaime, el monarca aragonés pactó con el noble Simón de Monfort la boda de su vástago con la hija de éste, Amicia. Hasta que llegase el día de la boda, Jaime debía ser educado en el castillo de Carcassone, quedando a cargo de los Trencavel, feudatarios del rey.
Sin embargo, con el comienzo de la cruzada contra los cátaros y la muerte de Pedro II en la batalla de Muret, Simón de Monfort –a la cabeza del ejército cruzado– tomó la ciudadela de Carcassone tras un breve asedio, y retuvo al pequeño Jaime –por aquel entonces tenía sólo cinco años–, cautivo tras los muros de la poderosa fortaleza.
Pese a las peticiones y quejas dirigidas por los nobles aragoneses, que reclamaban la liberación del nuevo rey de la Corona de Aragón, Monfort no entregó al pequeño Jaime hasta un año más tarde, obligado por el legado pontificio Pedro de Benevento, que seguía órdenes del papa Inocencio III. Tras su liberación, Jaime fue llevado a la fortaleza de los templarios en Monzón (Huesca), donde fue educado por el maestre del Temple Guillem de Montredon, quien había luchado junto a su padre.
En cuanto a Carcassone, tras la cruzada albigense quedó para siempre en manos de la corona francesa. En el siglo XVII la fortaleza sufrió un devastador incendio y tras la pérdida de su papel militar las construcciones fueron abandonadas hasta que, en el siglo XIX, el arquitecto Viollet-le-Duc inició su restauración. Es Patrimonio de la Humanidad desde el año 1997, y en la actualidad atrae a cientos de miles de visitantes cada año.
Más información: Oficina de Turismo de Montpellier