Más allá del turismo de sol y playa, Fuerteventura se ofrece al visitante como un auténtico paraíso natural, un edén para los amantes del senderismo, el turismo rural o la observación de aves y otras especies. Declarada Reserva de la Biosfera por la UNESCO, en la isla más antigua de Canarias se puede pasear entre volcanes, dunas y acantilados o disfrutar de un espectacular cielo nocturno con certificación Starlight…
A vista de pájaro, antes de aterrizar, Fuerteventura juega al despiste con el visitante, ofreciendo la visión, breve y engañosa, de un desierto monótono de amarillos y ocres, solo tímidamente animado por algunas suaves colinas. Esa misma percepción ilusoria, aunque a ras de suelo, nubló la mirada de Miguel de Unamuno durante sus primeras semanas en la isla. El escritor y pensador vasco llegó aquí en 1924, condenado al destierro como castigo por sus duras críticas al régimen de Primo de Rivera y a la monarquía.
Con el corazón encogido por tener lejos a sus seres queridos y por verse privado de sus clases en la Universidad de Salamanca, Unamuno sintió, en efecto, esta isla «desolada y sedienta» como un lugar de castigo, una árida y cruel cárcel de arena y piedras volcánicas. El sabio bilbaíno, sin embargo, no tardó en descubrir el verdadero rostro de la isla, la belleza de sus paisajes y de sus gentes, los majoreros, de corazón noble y sonrisa amable.
Para conocer los entresijos de la estancia de Unamuno en Fuerteventura es obligada la visita a su casa-museo, ubicada en Puerto del Rosario, la capital de la isla. En aquellos años, la localidad se llamaba Puerto Cabras, y el escritor vasco se alojó en lo que entonces era el Hotel Fuerteventura, hoy convertido en espacio de homenaje a su memoria. En sus estancias se pueden ver todavía la mesa donde trabajaba, su dormitorio e incluso la máquina de escribir –una veterana Olivetti– con la que trabajó durante su destierro canario.
Con el tiempo, ya reconfortado el corazón por las tertulias con nuevos amigos, los baños de sol y agua, las excursiones y los juegos con los niños majoreros, Unamuno cambió su primera impresión sobre Fuerteventura. La hasta entonces «infortunada isla», que había percibido de «una pobreza triste (…) como unas Hurdes marítimas», resultó ser una bendición, una tierra pobre pero hermosa, capaz de «retemplar el ánimo» y robarle alma.
En la época de Unamuno no había en la isla turistas cabalgando las olas a lomos de tablas de surf ni disfrutando de su vida nocturna. Hoy son miles, nacionales y extranjeros, los que inundan los numerosos hoteles de la costa. Pero más allá del turismo de sol y playa, todavía es posible descubrir y disfrutar la Fuerteventura que emocionó y transformó para siempre al sabio vasco. Una isla plagada de tesoros naturales, los mismos que le valieron la concesión del título de Reserva de la Biosfera por parte de la UNESCO, y que invitan a realizar un recorrido que apuesta por el turismo sostenible, la ecología, los alojamientos rurales, la conservación de la naturaleza, sus paisajes y su biodiversidad.
Unamuno se enamoró de Fuerteventura a lo largo de cuatro meses de obligado destierro, pero también es posible quedar cautivados haciendo un recorrido por algunos de sus lugares más emblemáticos con una ruta de solo cuatro días.
Los ecos de la tradición
A apenas 20 kilómetros de Puerto del Rosario, en dirección al interior de la isla, se encuentra el Ecomuseo de La Alcogida, en el pueblo de Tefía y justo al pie de la carretera FV-207. Este espacio museístico está compuesto por un poblado rural tradicional de siete viviendas majoreras, en el que se reconstruye la forma de vida de los habitantes de la isla desde el siglo XIX hasta la década de los 70 del siglo pasado. Las casas, de distinto tamaño y forma, pertenecían a familias de diferente nivel económico y hoy conservan el nombre de sus antiguos propietarios: Casa Jacinto, casa de Los Herrera, de don Teodosio…
Los edificios fueron rehabilitados hace unos años con gran fidelidad, y hoy constituyen el máximo exponente de arquitectura tradicional en la isla. Además de recorrer las distintas casas y sus estancias, también es posible visitar varios talleres en los que distintos artesanos muestran los secretos de su oficio a los visitantes.
Para descubrir otro ejemplo de la vida tradicional de la isla basta con poner rumbo al cercano municipio de La Oliva, donde se levantan los molinos de Villaverde, en el pueblecito del mismo nombre. Los molinos fueron introducidos en Fuerteventura en el siglo XVIII y, aunque hoy en día suman varios centenares repartidos por toda la isla, los de Villaverde se conservan en un estado excelente, y sus siluetas destacan hoy en lo alto de una colina.
Muchas de estas construcciones se empleaban –y aún se emplean– para extraer el agua de pozos subterráneos, pero sobre todo para moler los cereales y producir la harina conocida como gofio, que ya consumían los antiguos indígenas canarios y que durante mucho tiempo ha sido parte fundamental de la gastronomía del archipiélago.
Para profundizar en la historia de estas construcciones podemos acudir al Centro de Interpretación de Tiscamanita, en el centro de la isla. Allí se explica con todo detalle la importancia que estos ingenios tuvieron para la economía y la vida cotidiana de los majoreros, además de otras cuestiones sobre su tipología, como la existencia de molinas, una versión local más sencilla, de base cuadrada y una única altura, pero que cumplía la misma función.
Desde los molinos de Villaverde basta con un breve paseo para acceder a la última visita de la primera jornada, el llamado Malpaís de la Arena, uno de los seis monumentos naturales de Fuerteventura. Un malpaís –el término se ha popularizado recientemente a raíz de la erupción de La Palma– es una extensión de terreno volcánico compuesto principalmente por rocas no erosionadas, fruto del enfriamiento de la lava, que aquí surgió de las entrañas de la Tierra a través de la boca del volcán de la Arena –de 400 metros de altura– durante una de las últimas erupciones registradas en la isla, hace aproximadamente unos 10.000 años. Como resultado, hoy podemos disfrutar de un paisaje de incomparable belleza, compuesto por formaciones geológicas de formas caprichosas, y donde es posible ver algunas de las mejores y más llamativas poblaciones de flora de toda Canarias, con ejemplares de tabaibas dulces, aulagas, tarabillas o líquenes, entre otras. Desde allí, en dirección a poniente, se puede contemplar también otro monumento natural, la montaña sagrada de Tindaya, y el paisaje protegido de Vallebrón.
Paraísos naturales
Si los terrenos de malpaís, la veintena de volcanes y los desiertos interminables que dan forma a Fuerteventura están dominados por paletas de rojos, ocres y caquis, en el Parque Natural de las Dunas de Corralejo, al nordeste de la isla, lo que empapa la retina es el amarillo dorado y el blanco de sus arenas infinitas. Con más de 2.600 hectáreas, las dunas de Corralejo –las más extensas de todo el archipiélago– conforman un paisaje insólito, cambiante, que los infatigables alisios van esculpiendo sin descanso. Son arenas de origen orgánico, formadas por la pulverización de conchas de moluscos y otros animales marinos con esqueleto externo, y que aquí ocultan un malpaís de rocas cortantes que se esconde a varios metros de profundidad. Unamuno decía que «Fuerteventura es un pedazo del Sáhara desprendido en mitad del Atlántico» y, en efecto, esa es la impresión que uno tiene caminando entre este gigantesco océano de arena.
Auténtico remanso de paz que invita a perderse en busca del sosiego y la introspección, el parque natural es también un enclave privilegiado para la observación de distintas especies, en especial de aves, pues cuenta con una riquísima biodiversidad y un buen número de endemismos. No es difícil contemplar aquí ejemplares de hubara canaria, avutardas, corredores saharianos, además de erizos, conejos o ardillas. Y, ya desde sus playas, de aguas cristalinas y fondos azul turquesa, muy apreciadas por bañistas, amantes del nudismo y apasionados del surf y otros deportes acuáticos, también es posible divisar algunos cetáceos, como delfines, zifios o calderones.
Desde las Dunas de Corralejo, en dirección norte, se divisa fácilmente otro parque natural majorero, el del islote de Lobos, que debe su nombre a la antigua colonia de lobos marinos –focas monje– que pobló durante siglos esta pequeña isla volcánica de apenas seis kilómetros cuadrados. Surgido en los tiempos remotos del Pleistoceno, el islote de Lobos es hoy un enclave de paisajes espectaculares y rincones de ensueño, como la playa de La Concha o el Puertito, de aguas azul turquesa, y en los que el baño está permitido.
Entre sus primeros pobladores estuvieron los antiguos romanos, que ya en el siglo I a.C. establecieron aquí un taller de producción de púrpura (orchilla), dejando a su paso un interesante yacimiento arqueológico. También fue refugio de piratas durante varias centurias, hasta que en el siglo XIX se construyó un faro –el de Punta Martiño–, que también favoreció la llegada de una pequeña población estable. Uno de los fareros, José Rial Vázquez, fue también periodista y escritor, y dedicó varias novelas a Lobos, donde vivió varios años. No fue el único vínculo del islote con la literatura: la madre de Alberto Vázquez-Figueroa nació aquí y el escritor canario subtituló su primera novela –Océano– con el nombre de la pequeña isla volcánica; y también vino al mundo aquí, entre Fuerteventura y Lanzarote, la poeta Josefina Pla.
Anécdotas literarias al margen, Lobos destaca sobre todo por su riqueza paisajística y su biodiversidad. Merece la pena pasear por los senderos que se aproximan hasta la Montaña de La Caldera –el volcán–, para después llegar hasta el faro y atravesar de vuelta el malpaís, antes de llegar al Puertito de Lobos. Durante el recorrido es habitual encontrarse con ejemplares de algunas de las especies vegetales y de aves –algunas endémicas– que pueblan la superficie de Lobos. Una fantástica oportunidad de participar en algún bioblitz –una iniciativa de ciencia ciudadana que consiste en buscar, fotografiar y catalogar tantas especies como sea posible–, y aportar los resultados en portales como iNaturalist.org.
El islote tiene un límite de visitantes diarios –en torno a 400– y solo se puede visitar durante cuatro horas, por lo que es obligatorio solicitar un permiso al Cabildo con al menos cinco días de antelación. La mayoría de las compañías de transporte que realizan el trayecto entre Corralejo y el islote de Lobos (el trayecto dura entre 15 y 20 minutos) se encargan de realizar el trámite, aunque conviene comprobarlo antes de realizar la excursión.
Tras una larga jornada recorriendo las dunas de Corralejo y los parajes de la isla de Lobos, el atardecer nos espera en la localidad de El Cotillo, en la costa noroeste de Fuerteventura. Este pequeño pueblo de pescadores es uno de los mejores rincones de la isla para disfrutar de una espectacular puesta de sol, ya sea desde el pintoresco puerto viejo –el Muellito, repleto de establecimientos donde se pueden degustar las delicias del mar–, o bien desde el mirador Hornos de Cal, que ofrece también una vista impagable de sus hermosas e interminables playas. Algo más al norte, en la Punta de la Ballena, encontramos el faro del Tostón, hoy convertido en Museo de la Pesca Tradicional, que también merece una visita.
Viaje a los orígenes
El inicio de la tercera jornada nos lleva de nuevo a las proximidades de Puerto del Rosario. En esta ocasión dejamos atrás la capital isleña para adentrarnos una vez más en el interior, hasta el llamado Barranco de Río Cabras. Ubicado entre la localidad de Casillas de Ángel y Puerto del Rosario, este barranco –el más largo de Fuerteventura, con casi 16 kilómetros de longitud– es uno de los pocos rincones de la isla donde mana agua de forma constante durante todo el año.
Esta presencia de agua hizo del lugar un enclave de gran importancia para los mahos –o majos–, los habitantes prehispánicos de Fuerteventura, y hoy atrae a un número de especies, especialmente aves, por lo que es un lugar frecuentado por los amantes de la ornitología y el birdwatching. Entre otros, aquí es posible contemplar ejemplares de guirre –variante canaria del alimoche común–, tarabillas, alcandón real, andarríos o camachuelos trompeteros; también se cobijan aquí –sobre todo en las paredes del barranco–, especies de rapaces como las lechuzas, el ratonero común o el cernícalo vulgar.
Ponemos ahora rumbo al centro de la isla, y más concretamente a su zona oeste. Allí, resguardada entre montañas, se levanta desde hace seis siglos la hermosa villa de Betancuria. Fundada en 1404 por los normandos Jean de Bethencourt y Gadifer de La Salle, la localidad fue la primera capital de la isla y del archipiélago. Hoy, al recorrer sus cuidadas calles, pobladas de casitas blancas engalanadas con flores, es fácil imaginar los tiempos de la conquista de Fuerteventura. En el centro de la localidad puede visitarse la iglesia de Santa María, que durante siete años fue elevada al rango de catedral, como sede del obispado, y no muy lejos de allí sobreviven al paso del tiempo las ruinas del convento de San Buenaventura, entre cuyos muros vivieron los frailes franciscanos san Diego de Alcalá y Juan de Santorcaz.
Debido a su condición de capital isleña –que mantuvo hasta el siglo XIX–, la localidad sufrió el 1593 el ataque de piratas berberiscos al mando de Xabán Arráez, que asaltó el pueblo y atemorizó a la población. Todos estos detalles históricos, y otros muchos, pueden descubrirse gracias a las amenas visitas teatralizadas que recorren cada día la localidad. Otra parada imprescindible para conocer la historia majorera nos lleva hasta el Museo Arqueológico de Betancuria, donde se explica con todo detalle la forma de vida de los antiguos pobladores de la isla, tanto durante la época de los mahos prehispánicos como en siglos posteriores, durante y después de la conquista protagonizada por los normandos.
Dejamos atrás la antigua capital y serpenteamos por ondulantes carreteras que trepan entre las cimas del Parque Rural de Betancuria. De camino hacia nuestro siguiente destino, en la costa oeste, podemos detenernos en algunos de los miradores que encontramos durante el recorrido, como el de las Peñitas o el del Risco de las Peñas. También merece una parada la ermita de la Virgen de la Peña, en el pueblecito de Vega de Río Palmas, un templo del siglo XVIII donde se venera a la patrona de Fuerteventura.
Llegamos, ahora sí, al pueblo de Ajuy (o Ajuí), una pequeña y pintoresca pedanía pesquera del municipio de Pájara que se levanta junto al mar, en torno a una apacible playita de arena fina y oscura. Sus vecinos no podían saberlo, pero construyeron su hogar cerca de las rocas más antiguas de toda Canarias, el llamado “complejo basal” verdoso –la “base” de la isla–, que se formó hace 70 millones de años en los fondos abisales de la corteza oceánica, aunque no emergió hasta mucho tiempo después, durante la formación geológica de Fuerteventura. Hoy este rincón isleño está declarado Monumento Natural, y su visita permite realizar un apasionante recorrido por este paraíso de extraordinaria riqueza geológica, difícil de encontrar en otros lugares del planeta.
Otro rincón de gran belleza que se puede visitar aquí es el de las Cuevas de Ajuy, creadas por el insistente batir de las olas, que dio lugar a unas espectaculares cavidades. De vuelta en el pueblito de Ajuy, hay que hacer alto en alguno de los bares y restaurantes que miran hacia la playa, y en los se pueden saborear platos típicos de la isla, como el gofio escaldado, las inevitables –pero sabrosísimas– papas arrugadas con mojo, y pescados fresquísimos, como meros, sargos o viejas.
La tarde avanza sin descanso, y toca volver al camino para llegar antes de la puesta de sol a nuestro siguiente destino. Nos encaminamos al Mirador Astronómico de Sicasumbre, a unos 20 minutos en coche de Ajuy, y también en el municipio de Pájara. Este mirador, situado a unos 300 metros sobre el nivel del mar, es uno de los lugares preferidos de los aficionados a la astronomía, pero mientras llega el espectáculo nocturno que ofrecen estrellas y planetas, hay que contemplar con luz diurna las hermosas vistas panorámicas que ofrece el enclave.
Además de rincones de enorme belleza, como el Monumento Natural de Montaña Cardón y parte del Parque Natural de Jandía, también se puede divisar desde aquí otros hitos singulares, como Montaña Hendida o la Degollada del Viento. Es una vista interminable y hermosa, que brilla aún más cuando las nubes se alían con el sol para pintar con luces y sombras la silueta de volcanes, colinas, barrancos y desiertos, iluminando todo con una paleta infinita de amarillos, sienas y ocres que estallan en la retina. Ante tanta belleza, es inevitable recordar una vez más las palabras de Unamuno: «Tierra desnuda, esquelética, enjuta, toda ella huesos, tierra que retempla el ánimo».
Y con el ánimo templado llega la noche, y con ella los luceros del firmamento. Decíamos que era este uno de los mejores rincones para disfrutar del cielo nocturno, pues no en vano la isla majorera posee unas condiciones envidiables para la observación astronómica debido a la escasa contaminación lumínica. Gracias a esta circunstancia cuenta con la certificación de Reserva Starlight, un “sello” de calidad que reciben aquellos rincones de excelente visibilidad y un notable compromiso por la defensa de la calidad del cielo nocturno. Además de varios paneles informativos, el mirador de Sicasumbre cuenta también con un reloj solar y otro vertical, puestos y soportes para colocar telescopios y cámaras fotográficas con trípode, así como una maqueta del sistema solar a escala y un skyline que marca los puntos clave en solsticios y equinoccios.
La playa infinita
Fuerteventura se ha convertido en todo un ejemplo de apuesta por el turismo sostenible y la defensa de la riqueza medioambiental. Buen ejemplo de ello son iniciativas como el reciente Festival Internacional de Ecoexperiencias, que, en su primera edición, celebrada el pasado mes de diciembre, reunió a numerosos expertos nacionales e internacionales que participaron en charlas, mesas de debate, talleres y otras actividades. De allí salió un manifiesto que apuesta por un nuevo modelo de turismo, local, sostenible y respetuoso con el medio ambiente.
Precisamente, todos estos valores son los que llevan defendiendo desde su creación los responsables de Verdeaurora Bio Farm, una empresa familiar cuyo origen se remonta a los años 60 del siglo pasado, aunque nació con el concepto actual en 2013. La finca cuenta con cultivos de aloe vera y olivos, en los que aplican los principios de la permacultura (una aproximación respetuosa a la agricultura, que beneficia tanto a plantas como a animales y humanos), y cuyos detalles se pueden descubrir en una visita al recinto, que suma 150 hectáreas entre antiguos volcanes.
Verdeaurora también lleva a cabo otras acciones de sostenibilidad, pues han creado una reserva ornitológica, emplean placas solares para obtener la energía e incluso contribuyen a la conservación de especies autóctonas, como el burro majorero. Además, ofrecen también la oportunidad de alojarse en varias casas rurales, todas ellas viviendas tradicionales recuperadas con todas las comocidades, como Casa Aurora, Casa Pilar o Casa Tarabilla.
Se acaba nuestra aventura en la isla, pero antes hay que descubrir uno de sus rincones más especiales. Nos dirigimos al sur, al Parque Natural de Jandía, en la península del mismo nombre. Por el camino dejamos atrás rincones con topónimos que evocan el pasado majorero, como Tequital o Tarajalejo, y una legión de colinas descarnadas. Aquí y allá surgen algunos oasis con palmeras y tamarindos, como si quisieran desmentir los mil desiertos de la isla, todos parecidos, y al mismo tiempo diferentes. Atravesamos Morro Jable, con sus largas avenidas llenas de hoteles y turistas, y alcanzamos el fin de la carretera. Se acaba el asfalto, pero nace una pista de tierra que se adentra en las entrañas del Parque Natural de Jandía, un paisaje de belleza lunar y llanuras pedregosas de filos cortantes.
En un momento del camino, la pista se bifurca y nos permite elegir entre el Puerto de la Cruz, y su faro de la Punta de Jandía –extremo último de la isla– o seguir rumbo norte, en dirección a Cofete. Escogemos esta última opción, y avanzamos sin prisa por carreteras que se van elevando por las estribaciones de la cordillera de Jandía, que alberga la cima más alta de la isla, el Pico de la Zarza (807 metros). Aquí, en la cumbre –puede llegarse por un sendero que parte de Morro Jable– sobreviven algunas especies endémicas como el acebuche canario, y hermosas plantas como el mocán o el tajinaste.
Durante el recorrido encontramos también rebaños de cabras, las mismas con cuya leche se elaboran los sabrosos quesos majoreros, de fama internacional (hay un Museo del Queso Majorero, en Antigua), y que se enseñorean entre riscos y colinas peladas. Hacemos una primera parada en el Mirador de Cofete, de vistas sobrecogedoras que dejan sin aliento, y que nos dejan atisbar a lo lejos nuestro último destino. Un último tramo de pista de tierra nos separa de Cofete, poco más que una aldea entre la playa del mismo nombre y las laderas eternas de la cordillera de Jandía.
La pedanía, de apenas 25 vecinos, nació en el siglo XIX como explotación agrícola. Hoy sigue siendo un pequeño caserío, y su mayor atractivo está en su playa interminable –son 14 kilómetros– de arenas casi vírgenes, en las que anidan y se reproducen las tortugas bobas. Hay también un insólito cementerio a orillas del mar, con muchas tumbas y cruces sin nombre, sepultadas bajo la arena dorada, y cuya contemplación transmite una calma difícil de describir.
A nuestra espalda, a medio camino de la mole imponente de las montañas, destaca la silueta de la Villa Winter, una casa construida en el siglo XX y que hoy está envuelta en rumores y leyendas que hablan de nazis, submarinos y enigmas de la Segunda Guerra Mundial.
Toca decir adiós a la isla. Desde el avión, una vez más, contemplamos su árida y descarnada silueta. Pero ya no es la tierra yerma y triste que parecía cuando nos recibió cuatro días atrás. Como le sucedió al sabio vasco, podemos decir que hemos dejado en ella parte de nuestra alma: «¡Qué raíces echó ahí mi corazón!».
TINDAYA, LA MONTAÑA MÁGICA
A primera vista parece una montaña más, de las muchas que adornan ciertos puntos de la geografía de la isla. Sin embargo, basta un breve paseo por alguno de los senderos que la circundan para darse cuenta de que está mole pétrea de 400 metros de altura y silueta similar a una pirámide es un enclave especial, mágico. Así lo entendieron también los antiguos mahos, los indígenas prehispánicos de la isla, que procedieron a decorar la montaña con más de 300 grabados podomorfos –con forma de pie–, cuyo significado sigue desconcertando aún a los científicos.
Para algunos autores, estos petroglifos antiquísimos señalan puntos clave del paisaje, como la cima del Teide o Gran Canaria, hitos que pueden verse desde la cima en días de buena visibilidad. Otros podrían señalar a la cercana Lanzarote, y de hecho en la isla hermana hay otros podomorfos que parecen señalar en dirección a Tindaya. Para otros estudiosos, como el astrónomo Juan Antonio Belmonte, del Instituto Astrofísico de Canarias, los grabados estarían marcando puntos astronómicos relevantes, coincidiendo con la puesta de sol en el solsticio de invierno. En cualquier caso, es evidente que el lugar gozó de una importancia religiosa para los antiguos majoreros.
Hoy es Monumento Natural, y como tal goza de una especial protección, debido a su enorme valor histórico y geológico, pero no hace mucho, en los años 90, el escultor Eduardo Chillida ideó un proyecto para crear un gran cubo vacío en el interior de Tindaya, una gigantesca escultura que nunca se llegó a ejecutar. En la actualidad está prohibido ascender a su cima, pero podemos recorrer los caminos que la circundan, y disfrutar del espectáculo de color que ofrecen sus laderas, las mismas que cautivaron a los antiguos mahos.
GUÍA DE VIAJE
Dónde dormir: Agro-Hotel Rugama. Este confortable alojamiento rural, ubicado en la localidad de Casillas de Ángel está compuesto por varias viviendas tradicionales remodeladas para ofrecer todas las comodidades.
Dónde comer: Casa Marcos. Situado en la localidad de Villaverde, a los pies de la Montaña Escanfraga y a un paso de sus molinos tradicionales, este restaurante ofrece una cuidada carta con platos elaborados por el chef Marcos Gutiérrez.
Rutas senderistas y excursiones: Fuertescout. El alemán Andreas Caliman –guía oficial– conoce todos los secretos de la isla, y realiza rutas de senderismo y excursiones especializadas en naturaleza.
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