Sagrada para las tres religiones abrahámicas y objeto de disputas durante siglos, la Ciudad de David se convierte durante Semana Santa en un escenario aún más fascinante, tanto para devotos como para los más descreídos.
Desde tiempos de Saladino, en el siglo XII, dos familias musulmanas han custodiado el acceso al Santo Sepulcro, el templo más sagrado para gran parte de la cristiandad; una de ellas guarda la llave, y otra se encarga de abrir y cerrar las puertas del santuario cada día. Es una de las muchas paradojas de esta urbe fascinante, sagrada para las tres religiones monoteístas, cuyos fieles, a menudo, se entrecruzan en sus santuarios.
El sultán que arrebató la ciudad santa a los cruzados estableció esta costumbre –eso dice la tradición– para evitar que alguno de sus súbditos dañara el templo cristiano, y hoy, en pleno siglo XXI, sigue cumpliendo una función similar, pues la convivencia en este “kilómetro cero” sagrado no es siempre fácil: seis confesiones diferentes (católicos, ortodoxos griegos, armenios, sirios, coptos y etíopes) comparten el recinto; así que a veces –demasiadas– saltan “chispas” e incluso se llega a las manos. Son las consecuencias mundanas de encontrarse en el rincón del planeta donde, según católicos y ortodoxos, Jesús fue crucificado y sepultado. Y también donde resucitó.
Pero el Santo Sepulcro no es el único lugar de esta urbe que puede presumir del contacto con lo divino. Jerusalén es uno de los puntos más venerados del planeta, corazón de la fe de judíos y cristianos y enclave santo para el islam: todo un imán que atrae cada año a millones de turistas y peregrinos, ansiosos por empaparse de la espiritualidad y la historia que todavía emana de las milenarias piedras de la Ciudad Vieja, como las que sostienen el célebre muro de las lamentaciones o las que se alzan en la explanada de las mezquitas (o Monte del Templo, para los judíos).
Esa marabunta humana, todo un babel de lenguas, nacionalidades y credos, se multiplica en Semana Santa. Cientos de miles de personas, creyentes o no, acuden hasta allí para descubrir los pilares de su fe o rincones que han formado parte del imaginario colectivo durante dos milenios. Y es que, bien sea en el escaso kilómetro cuadrado que conforma la Ciudad Vieja o en sus alrededores, es posible seguir la pista de los enclaves que, según las Escrituras, fueron escenario de la pasión, muerte y resurrección del hijo de Dios.
Todo comenzó el Domingo de Ramos, día de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Para rememorarlo, se celebra una procesión (este año es el 10 de abril) que parte de la iglesia de Betfagé, en el Monte de los Olivos. También allí, a los pies del monte, se encuentra el huerto de Getsemaní, donde Jesús oró antes de ser arrestado, y no muy lejos está el punto desde el cuál habría ascendido a los cielos. Hoy se pueden encontrar allí varias iglesias y conventos, además de la capilla de la Ascensión y la llamada tumba de la Virgen María.
Hasta otro monte, el de Sión, al sur de la puerta que lleva su nombre, acuden peregrinos y turistas para contemplar el Cenáculo, el lugar que la tradición señala como escenario de la Última Cena, destino de otra romería cada Jueves Santo. Además, allí se encuentran también la iglesia de la Dormición de María y la tumba del rey David, venerada por los tres credos.
Hoy no se puede atravesar la Puerta Dorada –la que se dice cruzó Jesús la última vez que entró en la ciudad– pues está sellada, pero sí la de San Esteban –o de los leones–, que conduce directamente a la Vía Dolorosa, la calle que sigue la ruta que habría seguido Cristo hasta su crucifixión, hoy señalada con las distintas estaciones del vía crucis. Este recorrido espiritual se extiende por algo más de kilómetro y medio y, como es fácil imaginar, se convierte durante la Pascua cristiana en uno de los “puntos calientes” para los peregrinos, que participan en la procesión del Viernes Santo, a veces llevando a hombros grandes cruces que alquilan para la ocasión.
Las últimas estaciones están en el interior del Santo Sepulcro, meta final para los creyentes. En la penumbra perpetua de su interior, apenas iluminado por la luz de las velas, dos puntos acaparan la atención, además de las capillas del Calvario y la Crucifixión: el primero es la llamada Piedra de la Unción, donde se habría ungido el cuerpo de Jesús; el segundo es el edículo, el pequeño edificio que preside el centro de la rotonda. En sus entrañas, a las que sólo se puede acceder tras largas colas, se encuentra la tumba que inflamó corazones e inspiró cruzadas. Es un espacio diminuto, casi insignificante, pero su vacío –otra paradoja– da sentido a la fe de medio planeta.
GUÍA PRÁCTICA
CÓMO LLEGAR. Iberia, Air Europa, EL AL o Vueling (entre otros) cuentan con conexiones directas desde Madrid y Barcelona con Tel Aviv (Aeropuerto Ben Gurion), a unos 50 Km de Jerusalén.
DÓNDE DORMIR. Para alojarse con comodidad cerca de la Ciudad Vieja, dos buenas opciones son el Dan Panorama y el International YMCA.
DÓNDE COMER. Eucaliptus (Hativat Yerushalaim 14), es un local con una carta inspirada en comida que se menciona en la Biblia. Abu-sukri (Al-Wad 63), en las callejuelas del barrio árabe cerca de la Vía Dolorosa, tiene fama de preparar el mejor hummus de la ciudad.
Más información:
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Jerusalén: https://www.itraveljerusalem.com