A finales del siglo XVI, un joven morisco capturado por corsarios berberiscos se convirtió en protagonista de una aventura que le llevó a atravesar las peligrosas arenas del Sahara al mando de un poderoso ejército andalusí, con el que pretendía conquistar los dominios del Imperio Songhay y las riquezas de la mítica Tombuctú…
Su piel estaba oscurecida y ajada por los muchos castigos del sol y la ardiente arena del Sahara, pero los ojos azules y los rasgos de su rostro delataban que el origen de aquel joven llamado Yuder, al mando de las tropas del sultán Al-Mansur, estaba a muchas leguas de distancia. Y no era el único. Corrían los últimos meses de 1590, y entre los miles de hombres de aquel ejército que atravesaba el peligroso Sahel, se oían muchas voces en castellano, sobre todo entre los temibles arcabuceros. No en vano, aquella temible milicia estaba compuesta por moriscos y renegados (cristianos convertidos al islam) procedentes de la península ibérica, algunos esclavos cristianos y un puñado de hombres que decían adorar a Cristo pero que no tenían reparos en servir, dinero mediante, a un señor sarraceno.
Unos años antes, en agosto de 1578, los marroquíes se habían alzado victoriosos ante las tropas portuguesas del rey don Sebastián en la decisiva batalla de Alcazarquivir, y a partir de ese momento la dinastía saadí –con Ahmad Al-Mansur el Victorioso como nuevo sultán–, había comenzado a buscar nuevas vías y recursos con los que expandir su estado. La opción más obvia parecía hacerse con el control del valioso oro del Imperio Songhai, que controlaba los territorios del Bilad as-Sudan (literalmente, «el país de los negros»), en los actuales Malí, Níger y Burkina Faso.
En aquellos años se oían relatos maravillosos sobre las preciadas minas de oro del Sudán, y las misteriosas ciudades de Gao y Tombuctú, así que aprovechando la captura de armas portuguesas en Alcazarquivir, y la posesión de un temible y experto ejército de mercenarios andalusíes, Al-Mansur se decidió a expandir sus dominios al sur del Sahara. Pero, ¿quién era aquel misterioso joven pachá llamado Yuder –o Yawdar, en otras fuentes– a quien el sultán había decidido poner al frente del audaz ejército?
De eunuco a pachá
El verdadero nombre de Yuder era Diego de Guevara y Mendoza, un morisco nacido en Granada hacia 1562 cuya familia se había visto obligada a abandonar su ciudad tras la rebelión de las Alpujarras (1568-1571), trasladándose primero a Castilla y más tarde a tierras de Almería, a la actual localidad de Cuevas del Almanzora.
Diego y su familia tuvieron la fortuna de sobrevivir a la guerra de las Alpujarras, pero el peligro seguía acechándoles. A finales de noviembre de 1573, una fuerza de entre 400 y 600 piratas berberiscos arribó a Mesa Roldán, en la costa almeriense, con la intención de saquear y destruir las poblaciones que encontraran a su paso. Primero sufrieron el ataque las localidades de Teresa, Cabrera y Bédar, y finalmente Cuevas del Almanzora, donde no sólo quemaron casas y robaron a placer, sino que tomaron más de 250 cautivos, muchos de ellos mujeres y niños. Uno de estos era precisamente Diego, que en aquel entonces contaba tan sólo con once años de edad.
Aunque las autoridades enviaron una fuerza de 250 hombres y 40 caballeros, nada pudieron hacer contra los corsarios musulmanes, que embarcaron rumbo a África con su botín, dejando tras de sí un terrible reguero de sangre y destrucción.
Curiosamente, el líder de aquellos temibles corsarios era otro morisco, también granadino: Sa’id Ben Faray al-Dugali. Este sanguinario pirata había abandonado la península ibérica antes de la guerra de las Alpujarras y, junto a su hermano, ambos se habían establecido en Tetuán, convirtiéndose en corsarios. Durante un tiempo Al-Dugali se dedicó a las razzias sin un objetivo claro, pero tras conocer a un importante miembro de la corte del sultán Abdallah el-Galib de Marruecos, acabó a su servicio. Su cometido: crear un poderoso ejército de andalusíes –célebres por sus conocimientos de artillería y dotes estratégicas– que quedó bajo su mando.
Las huestes de Al-Dugali no tardaron en destacar en diferentes acciones bélicas, como la toma de Tetuán (1567), y en la década siguiente el nombre del corsario morisco era sinónimo de horror y destrucción. En 1571, por ejemplo, Al-Dugali capturó la isla canaria de Arrecife durante varios meses, y en los años siguientes las autoridades españolas nombraban a menudo en sus documentos las andanzas del morisco por las costas peninsulares.
Así pues, el pequeño Diego de Guevara llegó de este modo a Marruecos, y de la mano del temible Al-Dugali acabó en la corte del sultán Abdallah, donde un año después fue castrado y comenzó a servir como eunuco al monarca y a sus sucesores. Algunas fuentes señalan que algunos años después, convertido ya al islam y rebautizado como Yuder, el joven habría participado junto Al-Dugali en la batalla de Alcazarquivir –o de los Tres Reyes–, pero este extremo parece poco probable dada su corta edad.
En todo caso, no hay duda de que con el tiempo Yuder se fue convirtiendo en un personaje respetado y con influencia en la corte, pues fue nombrado caíd de Marrakech y, finalmente, pachá del ejército de Marruecos en época del sultán Al-Mansur.
Rumbo a Tombuctú
En 1590, el feroz Al-Dugali ya había muerto –al parecer ejecutado tras intentar un complot contra Al-Mansur–, de modo que el sultán decidió escoger un líder para la fuerza militar que, según sus planes, debía conquistar el Imperio Songhai y extender los dominios de la dinastía saadí hasta las aguas del Níger, en el país de los negros.
La peligrosa aventura, que terminaría convirtiéndose en una de las más sorprendentes expediciones por el continente africano, fue recogida en varias fuentes musulmanas, como la Ta’rij al-fattash (“Historia del conquistador”) o la Durrat al-hidjāl, pero también en una valiosa crónica cristiana contemporánea, escrita por un autor anónimo –quizá Baltasar Polo, agente de Felipe II en la corte del sultán– que residía por aquel entonces en Marrakech.
En este texto, Relación de la jornada que el Rey de Marruecos ha hecho a la conquista del reyno de Gago, se relata así el nombramiento de Yuder como jefe de las fuerzas expedicionarias: «Escogió para esto a un alcaide suyo renegado, natural de las Cuevas en el Reyno de Granada, criado en su casa desde pequeño, el cual, aunque no tenía ninguna experiencia en cosas de la guerra, siendo, como es, mozo, habiendo dado buena cuenta otras veces que le había enviado a coger las derramas de sus vasallos con gente de guerra, le pareció que también daría buen recaudo en esta jornada».
Curiosamente, aquel ejército que debía enfrentarse a los peligros del implacable desierto del Sahara y a las arenas del Sahel era también, en su mayoría, de origen morisco o andalusí, con no pocos renegados e incluso cristianos –cautivos o mercenarios–, por lo que el idioma oficial de la singular expedición no fue otro que el castellano antiguo. Según la Relación, las fuerzas bajo el mando del pachá Yuder sumaban 4.000 efectivos, de los cuales sólo 1.500 hombres eran de origen árabe. El resto tenían todos su origen en la península ibérica: eran mil arcabuceros renegados, otros mil andalusíes, 500 hombres a caballo y un grupo de setenta cristianos –entre cautivos y mercenarios–, igualmente hábiles en el uso de las armas de fuego.
Además, a la fuerza militar había que sumar seis potentes cañones y diez morteros que disparaban proyectiles de piedra –piezas artilleras manejadas por los soldados españoles–, así como 2.000 sirvientes y más de 8.000 camellos y caballos. Todo aquel despliegue de hombres, armas y bestias se puso en marcha el 16 de octubre de 1590, pero sólo un tercio de aquel ejército llegaría con vida a su destino. El resto terminaría sucumbiendo al cansancio, las enfermedades, la escasez de agua y los demás rigores del desierto.
La conquista de Tombuctú
La durísima y peligrosa jornada se prolongó por espacio de 135 días y más de 2.400 kilómetros, siempre discurriendo por la misma ruta que seguían las caravanas de comerciantes. El diezmado ejército del sultán llegó a territorio songhay el 28 de febrero de 1591 y, aunque el askia –título que recibían los monarcas de aquellas tierras– Ishaq II ya había tenido noticias de aquella expedición, no fue hasta entonces cuando se tomó en serio el peligro, y comenzó a preparar su defensa frente al ejército saadí.
Mientras, Yuder y su ejército –dirigido por dos generales que seguían las órdenes del eunuco morisco–, capturaron la mina de sal de Tagaza y fueron tomando algunas pequeñas poblaciones que encontraban a su paso durante su avance en busca del askia y su ejército. Sus fuerzas estaban muy mermadas, pero confiaban en su superioridad gracias a las armas de fuego –las gentes del Sudán nunca habían visto ingenios semejantes– y las potentes piezas de artillería. Finalmente, el enfrentamiento tuvo lugar el 13 de marzo de 1591 en Tombidi.
Las fuentes difieren mucho del número de tropas reunidas por el askia Ishaq II –los cálculos más elevados hablan de 80.000 hombres, frente a 21.000 de los relatos más conservadores–, pero en cualquier caso la superioridad numérica estaba claramente del lado songhay que, como mínimo, tenía una fuerza diez veces mayor. Pese a las perspectivas nada halagüeñas, Yuder dispuso a su ejército para la batalla, confiando en la superioridad de sus armas de fuego:
«Repartió toda la gente en seis escuadrones; tomó por espaldas el mismo río, porque los enemigos no le pudiesen rodear; puso en el avanguardia los renegados á mano derecha, y a los andaluces a la izquierda; en la retaguarda, mucha parte de la caballería por guarda de las municiones, y con la demás gente estaba en medio. Desta manera marchó hacia los enemigos, que no rehusaron la batalla, antes los recibieron animosamente.»
Y en efecto, los songhay se revelaron como unos valerosos contrincantes. Sin embargo, pese a aquel arrojo y a su superioridad numérica, el efecto de las armas de fuego marroquíes fue devastador. Los arcabuces y los cañones no sólo hacían caer a las tropas songhay como moscas, sino que el terrible ruido de las explosiones les espantó como si se estuvieran enfrentando a las mismísimas huestes del infierno.
El askia Ishaq había intentado prevenirse frente a esta ventaja de los invasores, y había hecho reunir miles de cabezas de ganado para lanzarlas en estampida contra sus enemigos. Sin embargo, cuando los pobres animales escucharon los disparos y las explosiones, corrieron en sentido contrario aplastando a los songhay y haciendo huir al askia y a su ejército.
Al huir, el monarca Ishaq II y sus tropas dejaron atrás la ciudad de Gao, capital de su imperio, y Yuder y sus hombres se establecieron en ella. Sin embargo, y pese a lo que habían imaginado, aquella no era una ciudad rica repleta de oro, sino una población con menos lujos que muchas caravanas del desierto. Para colmo, el clima de aquel lugar resultó nefasto para el ejército del sultán, y no pocos hombres y muchas bestias comenzaron a morir a causa de la malaria y otras enfermedades tropicales.
Escondido en un lugar secreto, el askia de los songhay hizo llegar a Yuder una propuesta de paz: se comprometía a declararse vasallo del sultán Al-Mansur, pagar 100.000 piezas de oro y 1.000 esclavos como compensación por la guerra, así como el pago de un tributo anual y el derecho a explotar las minas de sal de Taodeni. A cambio, Ishaq II pedía al poderoso sultán marroquí que le permitiese continuar con su dinastía, y que las tropas invasoras se retiraran de su imperio.
En un primer momento Yuder estuvo a punto de rechazar airadamente la propuesta, pero tras valorar la oferta con detenimiento comenzó a verla con otros ojos. Su ejército había quedado diezmado a causa de la penosa expedición y la batalla contra los songhay y, ahora, por culpa de las enfermedades tropicales. Por otra parte no había ni rastro de las minas de oro de aquel imperio, al parecer ocultas en algún lugar al sur del Níger, así que el pachá decidió enviar unos emisarios a Marrakech para informar al sultán de la oferta. Así se lo hizo saber a Ishaq II, y poco después Yuder se trasladó con sus hombres a la más saludable ciudad de Tombuctú.
Guerra de guerrillas
Cuando los emisarios de Yuder alcanzaron Marrakech e informaron a Al-Mansur de la oferta del emperador songhay, el sultán montó en cólera. No se conformaba con aquellas riquezas: quería convertirse en califa y extender sus dominios más allá del Sahel, aplastando a los songhay e instaurando su poder en cada rincón de aquellas tierras. Así pues, Al-Mansur envió al Sudán una nueva expedición armada dirigida por otro pachá andalusí, Mahmud Ben Zargun, hasta entonces líder de los renegados, para que ocupara el cargo de Yuder y aplastara la resistencia de los songhay.
A su llegada a Tombuctú, Zargun tomó el cargo y Yuder quedó como segundo de las fuerzas del sultán. En octubre tuvo lugar una nueva batalla en Bamba, de nuevo con victoria marroquí, pero la dominación del Sudán estaba lejos de producirse. A partir de este momento se inició un largo enfrentamiento entre los invasores y la resistencia songhay, cuyos líderes optaron durante varios años por la guerra de guerrillas y la incitación a las revueltas entre la población.
Ante las nuevas circunstancias, la previa superioridad de las tropas andalusíes gracias a las armas de fuego se evaporó: hasta entonces las batallas se habían producido en terrenos secos y abiertos, pero con la estrategia de los rebeldes de atacar en los pantanos del sur y en las montañas, los arcabuces y los cañones servían de poco.
Tras la muerte de Zargun en 1595, Al-Mansur envió a un nuevo pachá con la esperanza de zanjar la incomoda situación. El elegido fue Mansur Ben Abderrahmane, pero su llegada no fue bien recibida por Yuder, quien desde el primer momento se enfrentó a él. Uno y otro enviaron sus quejas al sultán, y finalmente Al-Mansur determinó que Abderrahamane se hiciera cargo del ejército y Yuder de la administración política. Sin embargo, unos meses después el nuevo pachá murió en circunstancias extrañas, según algunos rumores envenenado por el eunuco morisco. De este modo, Yuder volvió a hacerse con el poder del mando político y militar de la colonia marroquí en el Sudán.
Allí permaneció hasta 1599 cuando, a requerimiento de Al-Mansur, se vio obligado a regresar a regañadientes a Marrakech para auxiliar a su señor en las peligrosas intrigas de poder que se habían desatado en palacio. Yuder Pachá volvió a la ciudad cargado de oro y regalos para su señor, y pasó los últimos años de su vida en la corte saadí, hasta su muerte en 1605. Algunas fuentes aseguran que su cuerpo fue enterrado en una de las tumbas del hermoso mausoleo del palacio El Badi, un enclave convertido hoy en destino turístico que visitan miles de personas cada año.
La nueva Al-Ándalus
Mientras, en Tombuctú y el resto del Sudán occidental la influencia saadí fue reduciéndose poco a poco. Al-Mansur había muerto en 1603, y sus sucesores no tardaron en comprender que mantener el control sobre aquellos lejanos territorios no resultaba sencillo ni rentable, sobre todo teniendo en cuenta que las minas de oro habían quedado siempre lejos de su alcance, al otro lado del Níger.
Con los años los sultanes dejaron de designar a los nuevos pachás de la colonia, y fueron los propios soldados –en su mayoría andalusíes, renegados de la península y sus descendientes– quienes nombraron a sus propios líderes. Aquellos temibles hombres de guerra y sus alcaides estrecharon lazos de sangre con los locales, surgiendo así una etnia que aún pervive hoy, y a la que se conoce como los Arma.
Estos “descendientes” del granadino morisco Diego de Guevara o Yuder Pachá, nombre con el que pasó a la historia, controlaron los dominios del antiguo Sudán hasta el siglo XVIII, conservando en buena medida el uso del castellano antiguo y sus costumbres traídas de la península ibérica, dando forma a un territorio que bien podría considerarse una segunda Al-Ándalus.
OTROS ANDALUSÍES EN TOMBUCTÚ
Aunque resulte sorprendente, Yuder Pachá y los hombres que formaban parte de su ejército no fueron los únicos “españoles” que alcanzaron Tombuctú y las tierras del Níger. Algunos años después de la muerte del audaz eunuco, y a raíz de la expulsión de los moriscos de la península ibérica, una oleada de miles de peninsulares llegaron hasta esas tierras, algunos de ellos guiados por las indicaciones de esclavos negros que habían llegado a sueño español años antes.
Sin embargo, mucho más importante fue la presencia de otros musulmanes de la península, que llegaron incluso varios siglos antes. Uno de los primeros fue el poeta y alarife granadino Abu Isaq Es Saheli quien, tras conocer al rey Gongon Musa de Mali durante su peregrinación a La Meca, decidió acompañarle a Tombuctú. Fruto de este encuentro el granadino acabó construyendo una de las tres grandes mezquitas de la ciudad, la de Yinguereber, además de otros muchos edificios en la región.
Más relevante si cabe fue la llegada del toledano Ali Ben Ziyad Al-Quti, en la segunda mitad del siglo XV. Este sabio musulmán se vio obligado a huir de su ciudad natal a causa de las persecuciones de la Inquisición, y tras pasar dos años recorriendo parte de África, acabó llegando a Tombuctú con un valioso tesoro: una impresionante biblioteca con cientos de manuscritos en árabe, hebreo y castellano. Al-Quti, quien descendía del rey godo Witiza, acabó casándose con una princesa local, y sus descendientes fueron aumentando durante siglos su preciada biblioteca.
Con el paso de los siglos la colección alcanzó los miles de ejemplares, y tras muchos años desperdigada, fue reunida de nuevo gracias al historiador Ismael Diadié, que con su esfuerzo logró el apoyo de la Junta de Andalucía para la construcción de una biblioteca en Tombuctú. Con la reciente amenaza de los yihadistas en Mali, Diadié tuvo que poner de nuevo a salvo los libros y manuscritos del hoy conocido como Fondo Kati, parte de los cuales salieron de Toledo hace casi 550 años.
LEÓN EL AFRICANO, UN GRANADINO EN EL VATICANO
Hasan bin Muhammed Al-Wazzan Al Fasi era sólo un niño cuando las tropas cristianas de los Reyes Católicos se hicieron por fin con Granada. A diferencia de otros musulmanes, que decidieron permanecer en su patria a costa de la conversión forzosa, la familia de Hasan decidió exiliarse en Fez, donde el pequeño creció y se educó en su universidad hasta convertirse en alfaquí. Algunos años más tarde Hasan se había convertido en un viajero consumado, acostumbrado a cruzar las aguas del Mediterráneo, hasta que en 1513 su navío fue apresado por un barco cristiano cerca de Creta.
Poco después acabó en la mismísima Roma, donde el papa León X, perteneciente a la poderosa familia Medici, lo “adoptó” y bautizó con el nombre de Giovani Leone di Medici. A partir de entonces, Hasan –que acabaría convirtiéndose al cristianismo– sería más conocido como León el Africano, destacando como autor de eruditos textos, entre los que destaca su Descripción de África, en la que detallaba, entre otros muchos lugares, la Tombuctú que conocería pocos años después Yuder Pachá. Aunque los últimos años de la vida de León son inciertos, parece que se estableció a Túnez y regresó a su fe original, falleciendo en 1554.
PARA SABER MÁS:
- DIADIÉ, Ismael y PIMENTEL, Manuel. Tombuctú. Andalusíes en la ciudad perdida del Sahara. Ed. Almuzara, 2015.
- KABA, Lausiné. «Archers, musketeers and mosquitoes: the moroccan invasión of the Sudan and the Songhay resistance». Journal of African History nº 22 (1981).
- MICHEL, Jonathan. The invasion of Morocco in 1591 and the saadian dinasty. University of Pennsylvania. African Studies Center. 1995.
- LLAGUNO ROJAS, Antonio. La conquista de Tombuctú. La gran aventura de Yuder Pachá y otros hispanos en el País de los Negros. Ed. Almuzara, 2006.