Contemplar la aurora boreal es, sin lugar a dudas, una experiencia incomparable; un encuentro directo con la majestuosidad de la naturaleza que deja una huella imborrable en quienes tienen el privilegio de admirarla. No importa cuántas veces presencies este asombroso espectáculo del universo: cada ocasión será única y absolutamente irrepetible.
Hay acontecimientos que, por diversas razones, quedan grabados indeleblemente en nuestra memoria. Son instantes clave de nuestra vida que revivimos con sorprendente claridad, como si hubieran sucedido ayer: el primer beso, el nacimiento de un hijo, o ese concierto inolvidable de nuestra banda favorita… Todos ellos son ejemplos perfectos de esos momentos imborrables. Y, sin duda, la primera vez que contemplé la aurora boreal se sumó a esa lista para mí. Hoy quiero compartir en Wanderer, desde un enfoque íntimo y personal, lo que sentí en ese momento. ¿Me acompañas en esta aventura?
La noche se presentaba desapacible. Un viento gélido me hacía sentir en el rostro —o mejor dicho, en la pequeña sección de piel que no estaba protegida por la gruesa ropa técnica—, todo el rigor de la vida en la región ártica. El cansancio había hecho mella en mí: con apenas una hora de sueño, un vuelo a horas intempestivas, una larga escala en el aeropuerto de Oslo y más de 100 km al volante sobre una auténtica pista de hielo, lo más sensato habría sido descansar todo lo posible para lo que prometía ser un viaje épico.
La aplicación que uso para predecir la incidencia de las tormentas solares no dejaba lugar a la duda: las posibilidades de que se produjera una aurora boreal esa noche eran inexistentes. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, después de cenar me puse al volante de mi utilitario de alquiler y conduje sin rumbo fijo, sin siquiera activar mi GPS.
«Sé que no tengo remedio, pero será solo un rato», me dije, tratando de convencerme. Después de apenas cinco minutos de conducción, el azar me llevó a una zona boscosa, atravesada por una estrecha carretera que da servicio a unas pocas viviendas unifamiliares dispersas por la zona. No es algo muy habitual en aquellas latitudes, donde los vientos huracanados que se producen a menudo dificultan que la vegetación prospere.
A lo lejos, un leve resplandor anaranjado reflejado en las nubes delataba la presencia de Lødingen, la pequeña localidad donde me alojaba. Decidí apagar las luces y salir del coche para contemplar el paisaje ártico. Aunque no podía ver el litoral, el rumor de las olas cercanas revelaban su presencia en la oscuridad. El viento arreciaba con tal fuerza que finalmente consiguió formar un amplio claro en el cielo, en lo que hasta hace poco había sido un espeso manto de nubes. Una luz tan extraña como tenue comenzó a enrarecer el ambiente.
Un primer encuentro fascinante
Y entonces, llegó ella. De repente. Sin preaviso. Impolutamente ataviada con su elegante vestido de verde infinito y sus mejores galas, mostrando toda su grandeza ante mis atónitos ojos, los de un espectador que disfruta de los mejores asientos en primera fila.
Al principio su danza era lenta y cautelosa, como el deportista que calienta sus músculos antes de la competición. Se divisaban pequeños brillos con texturas parecidas a la pólvora de los fuegos artificiales cuando están a punto de dar un último y agónico aliento en el firmamento.
Fue entonces cuando empezó el verdadero espectáculo: el cielo se tiñó de los tonos más hermosos que mis ojos hayan presenciado. Seguidamente se produjo una tremenda explosión visual, con un frenesí de increíbles luces entrelazadas en una suerte de lenguas de fuego de tonos de neón, que caprichosamente cambiaban constantemente de intensidad y forma. Todo ocurrió muy rápido, justo cuando un precioso hilo «verde fosforito» que venía por mi izquierda, confluyó con otro que venía de la dirección opuesta. Y ahí estaba yo, totalmente atónito, postrado a los pies de la hipnótica y sugerente belleza de la increíble dama de verde, danzando en exclusiva para mí.
Y entonces, llegó ella. De repente. Sin preaviso. Impolutamente ataviada con su elegante vestido de verde infinito y sus mejores galas, mostrando toda su grandeza ante mis atónitos ojos, los de un espectador que disfruta de los mejores asientos en primera fila.
Nunca me he considerado una persona espiritual. Quizás mi pragmatismo extremo me convirtió en un incrédulo hace mucho tiempo. Pero reconozco que esa noche sentí que algo dentro de mí se estremecía, y en lo más profundo de mi ser se produjo una fuerte conexión con una maravilla de la naturaleza que jamás imaginé tan sublime. Muy probablemente influyó el hecho de estar solo en ese lugar tan recóndito, en medio de la nada y que, aunque no tuviera nada con qué comparar —pues era la primera vez que veía la aurora boreal—, esta fue de las que más colores mostró de cuantas he visto en ocasiones posteriores.
Más allá del subjetivo misticismo que este fenómeno haya podido dejar en mí, puedo corroborar que tiene un componente tremendamente seductor y un fuerte magnetismo. Es un espectáculo del que resulta imposible apartar la mirada, manteniéndote literalmente boquiabierto en todo momento. Personalmente, tengo la absoluta certeza de que nunca me cansaré de contemplar este impresionante prodigio. La variedad de formas, tonalidades, texturas y ritmo en el movimiento hacen que cada aurora sea única. Todo esto, en su conjunto, provoca que durante el lapso de tiempo que la aurora boreal baila, nada más tenga importancia. Todo desaparece de mi mente. Solo existe ella, su extraordinaria belleza y mi intento de capturarla lo mejor posible.
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