La provincia aragonesa cuenta con algunas de las manifestaciones de estilo mudéjar más llamativas e interesantes de la Península, ofreciendo un itinerario fabuloso que es posible descubrir en varios días.
Entre los siglos XII y XVI, Teruel fue testigo del nacimiento de una de las expresiones artísticas más fascinantes de la península ibérica: el arte mudéjar. En sus torres, iglesias y palacios, las líneas geométricas islámicas se entrelazan con los trazos góticos cristianos, creando un lenguaje arquitectónico único que trasciende las fronteras culturales.
Esta excepcional fusión artística no solo cautivó a la UNESCO, que declaró el mudéjar aragonés como Patrimonio de la Humanidad, sino que sigue hechizando a viajeros de todo el mundo. A lo largo y ancho de la provincia, cada rincón mudéjar cuenta una historia de mestizaje cultural, invitando a emprender un viaje en el tiempo por una ruta donde el ladrillo, la cerámica y la madera cobran vida para narrar siglos de historia compartida.
Adentrarse en el mudéjar turolense es como abrir un libro donde cada página revela la armoniosa convivencia entre el mundo cristiano y el islámico. En sus muros, el ladrillo y la cerámica tejen patrones geométricos que hipnotizan la mirada, mientras las techumbres de madera policromada narran historias centenarias que han sobrevivido al paso del tiempo.
La capital turolense es el punto de partida perfecto para este viaje arquitectónico. Sus torres mudéjares, auténticas joyas medievales, se alzan majestuosas contra el cielo aragonés, compitiendo en belleza y elegancia. La torre e Iglesia de San Pedro, centinela del siglo XIV, emerge como un faro del arte mudéjar en su máximo esplendor.
Sus paredes, donde la cerámica vidriada danza con el ladrillo en una coreografía geométrica perfecta, son un testimonio vivo de este estilo único. El interior del templo guarda otro tesoro: la historia de los Amantes de Teruel, una leyenda de amor eterno que añade un halo romántico a estas piedras centenarias.
A pocos pasos, la Torre del Salvador se yergue orgullosa, recordándonos su doble función histórica como campanario y puerta de la ciudad. Esta torre-puerta del siglo XIV es un lienzo donde los artesanos medievales plasmaron su genio: la cerámica vidriada y el ladrillo se entrelazan creando un tapiz de motivos florales y geométricos que parece cobrar vida bajo la luz cambiante del día.
Su hermana, la torre de San Martín, dialoga con ella a través de los siglos con un lenguaje común de formas y símbolos. Sus geometrías, ejecutadas en cerámica verde y blanca sobre el cálido fondo del ladrillo, crean un efecto visual que cautiva al espectador.
La ruta alcanza su clímax en la catedral de Santa María de Mediavilla, donde el mudéjar despliega toda su magnificencia. Su cimborrio se eleva como una corona de luz sobre el templo, pero es en su techumbre del siglo XIII donde encontramos una de las obras maestras del arte mudéjar. Este cielo de madera policromada es un manuscrito visual que despliega ante nuestros ojos un fascinante mundo medieval poblado de escenas cotidianas, bestias fantásticas y intrincados patrones geométricos que nos hablan de la extraordinaria maestría de sus creadores.
Dejando atrás la capital, el camino nos guía hacia Alcañiz, donde el imponente castillo de los Calatravos domina el horizonte. Aunque su silueta nos habla principalmente del gótico medieval, sus interiores guardan un secreto: iglesia y salones donde el arte mudéjar despliega su refinamiento en todo su esplendor. Las yeserías, talladas con la delicadeza de un encaje, y los arcos, que parecen flotar en el aire, crean espacios donde la luz juega caprichosamente, componiendo una sinfonía visual que nos transporta a épocas de esplendor califal.
El viaje continúa hacia el corazón de las Cuencas Mineras, donde Montalbán nos recibe con el sosiego de sus calles medievales. Este pueblo, que parece detenido en el tiempo, invita a perderse por sus rincones con la parsimonia que merecen los buenos descubrimientos. El premio a este paseo pausado nos aguarda en la Calle Mayor: la majestuosa iglesia del Apóstol Santiago.
Este templo, que se alzó entre los siglos XIII y XIV, es un ejemplo magistral de la fusión entre robustez y belleza. Sus muros de piedra sillar se elevan firmes hasta coronarse con la gracia del ladrillo y la cerámica mudéjares. Pero su verdadera singularidad reside en su parte superior, donde un andador militar nos recuerda tiempos en que la belleza y la defensa iban de la mano, una peculiaridad que le ha valido el reconocimiento como Monumento Histórico-Artístico.
La ruta reserva sus últimas sorpresas en la comarca del Jiloca, donde el mudéjar dibuja su propia geografía sagrada. La torre de Báguena emerge solemne, adosada a la fachada de la Epístola, como un centinela del mudéjar tardío que aún conserva toda su dignidad. Y como broche de oro, la torre de Navarrete del Río se alza imponente, rivalizando en grandeza con sus hermanas más famosas. Su monumentalidad no es solo cuestión de tamaño: es el testimonio pétreo de una ambición artística que buscaba tocar el cielo con los dedos del arte mudéjar.
Recorrer las rutas del mudéjar turolense es embarcarse en un viaje que trasciende lo meramente arquitectónico. Cada torre, cada arco, cada tesela cuenta una historia que va más allá de los símbolos conocidos: son las páginas de un libro escrito en ladrillo y cerámica que narra la esencia misma de esta tierra.
Porque Teruel no solo alberga el mudéjar: lo vive, lo respira, lo hace suyo en cada rincón. Es un arte que se ha fundido con el paisaje y el alma de la provincia hasta convertirse en el ADN de su identidad. En estos monumentos centenarios encontramos la clave para entender no solo el pasado, sino también el presente de una provincia que ha hecho del mestizaje cultural su más preciado patrimonio.
Más información: Siente Teruel