El francés Eugène Atget llevaba el arte en las venas, pero le costó casi 30 años descubrir cuál era el medio de expresión para el que había nacido. Probó suerte en la interpretación, y más tarde en la pintura y el dibujo, pero fue la fotografía la que, finalmente, le permitió hacer historia al tiempo que inmortalizaba la ciudad de su vida: París.
Atget nació en Libourne –cerca de Burdeos– en 1857, y tuvo la desgracia de quedar huérfano cuando tenía cinco años. Educado y criado por sus abuelos maternos, el joven anhelaba convertirse en actor y, tras varios intentos infructuosos, finalmente consiguió ingresar en el Conservatorio de Arte Dramático de París en 1879. Sus pinitos en el mundo de la interpretación, sin embargo, quedaron interrumpidos a causa del servicio militar, que le apartó de los escenarios durante cinco largos años.
A su regreso tras servir a la patria, el joven Atget consiguió trabajo como actor en varias compañías que representaban obras de teatro en los suburbios de la capital del Sena, y fue también allí donde conoció a la también actriz Valentine Delafosce, con quien se casó y pasó el resto de su vida.
Sin embargo, Atget comprendió pronto que su vocación interpretativa no iba acompañada del talento suficiente, así que decidió abandonar su carrera de actor y decidió probar suerte en la pintura y el dibujo. De nuevo, el joven no tardó en darse cuenta de que tampoco tenía talento suficiente –al menos no el que él habría deseado–, y abandonó sus sueños de ganarse la vida como pintor. De todos modos, en esta ocasión no abandonó el pincel, pues siguió dibujando y pintando hasta el final de sus días.
Fue así como, resignado ante su aparente falta de talento, decidió dedicar sus esfuerzos a actividades más productivas que le permitieran salir adelante. Primero lo intentó con la publicación de una revista satírica y humorística –Le Flâneur, “El Paseante”–, que él mismo ilustraba, pero tan sólo duró cuatro números. Tras el nuevo fracaso, en 1888 adquirió una cámara de fotos –un voluminoso aparato de madera, con trípode y provisto de placas de cristal de 18 por 24 centímetros–, y se lanzó a la aventura de montar su propio estudio de fotografía.
En la puerta de su establecimiento colgó un letrero en el que podía leerse: “Documentos para artistas”, y esa fue principalmente su actividad en los años siguientes. Atget recorría París y sus alrededores fotografiando prácticamente todo lo que salía a su paso: animales, plantas, paisajes, edificios históricos, calles de la ciudad, monumentos… Tras positivar las placas en papel, el fotógrafo vendía sus imágenes, principalmente a artistas que más tarde las utilizaban como modelos para crear sus pinturas.
Unos años más tarde, en 1898, Atget descubrió un tema que resultaba mucho más rentable: con las nuevas actuaciones urbanísticas y obras de gran calado –como la construcción del Metro–, muchas de las calles y barrios del ‘Viejo París’ corrían el peligro de desaparecer para siempre. Así, el fotógrafo se lanzó a una desenfrenada carrera contrarreloj para documentar calles, iglesias, monumentos, gentes y oficios que pronto tan sólo quedarían en la memoria de los más viejos.
Más tarde, Atget vendía estas imágenes a editores, bibliotecas e historiadores, ávidos por conservar imágenes de aquel París que desaparecía día a día sin remedio. Tras unos años de actividad, Atget había reunido cerca de 10.000 placas con otras tantas imágenes de la ciudad y sus alrededores.
Así, el perseverante fotógrafo documentó la vida en las calles de vendedores ambulantes, prostitutas, mendigos y vecinos. Y al mismo tiempo, inmortalizó calles que hoy habrían caído en el olvido de no ser por su afanosa labor. Aunque Atget nunca consideró que lo que hacía fuese una forma de arte –insistía una y otra vez que sus creaciones eran simplemente documentos–, la contemplación hoy en día de sus imágenes no deja lugar a la duda sobre la carga creativa de sus instantáneas.
No importa si observamos sus retratos de las gentes que habitaban y sobrevivían en las calles del viejo París o si contemplamos sus imágenes de las calles de la ciudad. Todas sus imágenes desprenden una atmósfera poética y melancólica que nos presentan un París que desaparecía. No son vistas de una metrópolis moderna que da la bienvenida al siglo XX, sino más bien instantáneas de una ciudad que parece casi abandonada.
Fue precisamente esta cualidad artística de sus fotografías lo que atrajo la atención de algunas de las figuras más importantes de la vanguardia europea de aquel momento. Quiso el azar que, apenas unos pasos más allá del lugar donde Atget tenía instalado su estudio, viviese uno de los creadores más sobresalientes del París de aquellos años: el fotógrafo estadounidense Man Ray, en aquel entonces vinculado al movimiento Dadá y al surrealismo.
Corrían los primeros años de la década de los 20, y para entonces Atget – que ya había vendido gran parte de su colección de placas de cristal a la Escuela de Bellas Artes–, había orientado su enfoque fotográfico hacia tomas de mayor contenido poético. Cuando Man Ray descubrió las imágenes de aquel anciano quedó prendado de ellas de inmediato. En gran medida, aquellas vistas de un París desolado, sugerente y melancólico, le recordaban al espíritu surrealista, de modo que no dudó en comprar al viejo Atget todas las fotografías que pudo.
No fue el único. En aquellos años Ray tenía como asistente a una compatriota, la también fotógrafa Berenice Abbott, quien no tardó en quedar también cautivada por la figura y la obra de Atget. De hecho, Abbott consiguió ganarse la confianza del viejo Atget, y tras varias visitas en los años 20, fue la única que consiguió que el maestro fotógrafo posara ante su cámara. Gracias a eso, hoy disponemos de varios retratos del fotógrafo francés.
Abbott también adquirió todas las copias que pudo de Atget, al igual que el coleccionista americano Julien Levy. Cuando Atget murió en 1927 –apenas un año después que su esposa–, y se conocieron sus últimas voluntades, se descubrió que el fotógrafo había legado gran parte de sus placas al gobierno francés, y el resto a Berenice Abbott. Ésta no tardó en embarcarse en la tarea de difundir la obra de Atget, positivando y publicando muchas de sus fotos.
Así, gracias al descubrimiento de Man Ray y de su pupila, una selección de imágenes capturadas por la cámara de Atget fueron expuestas en dos muestras diferentes cuando todavía no se había cumplido un año desde la muerte del viejo maestro. Pronto, críticos y artistas comenzaron a alabar la obra del fotógrafo, publicándose artículos y monografías –la primera en 1930, y la segunda, escrita por Abbott, en 1931– sobre su carrera.
Poco más tarde sus vistas de París llegaron hasta el público neoyorquino, y su fama e influencia fueron ya imparables. De hecho, la mayor parte de los historiadores actuales coinciden en señalar que la obra de aquel frustrado actor y pintor, devenido en fotógrafo de “documentos” no sólo sobresale por sí misma, sino que marcó irremediablemente la trayectoria de grandes fotógrafos del siglo XX como Bill Brandt, Walker Evans o la propia Berenice Abbott.
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