Con sus más de mil kilómetros de longitud, el poderoso río Vístula nutre con sus aguas la mayor parte de Polonia. En las regiones sureñas de Silesia y Pequeña Polonia, donde se encuentran sus fuentes, descubrimos algunos de los enclaves más hermosos del país centroeuropeo.
En Katowice, capital de Silesia, las apariencias engañan. A primera vista, la ciudad parece tener poco que ofrecer, con sus grises edificios de época comunista salpicando cada rincón y con las huellas de su identidad minera impregnándolo todo. Pero esta primera impresión, equivocada, no tarda en esfumarse. Katowice está en plena transformación, y aunque a menudo haya que convivir con las incómodas obras, el resultado compensa con creces.
Es lo que sucede, por ejemplo, con la nueva sede del Museo de Silesia, ubicado en una de las antiguas minas de carbón, y que abrió sus puertas en 2015. Si la silueta del nuevo museo –que combina las formas de la vieja mina con la arquitectura más vanguardista– capta al instante nuestra atención, otro tanto sucede con el célebre Spodek, un enorme edificio de época soviética y forma de “platillo volante”, que hoy alberga el Centro Municipal de Deportes.
No lejos de allí se encuentra la plaza del Mercado, centro neurálgico de Katowice y el mejor lugar para tomar el pulso a la ciudad. Desde aquí podemos descubrir edificios como el del Teatro de Silesia, o iniciar una ruta para conocer el rico patrimonio modernista de la capital, además de llevarnos hasta la catedral de Cristo Rey, la más grande de toda Polonia.
A la hora de saciar el apetito, nosotros nos decantamos por el pintoresco restaurante Kryształowa, especializado en comida tradicional polaca y silesiana. De regreso al hotel, y como alternativa al paseo, podemos tomar alguna de las líneas de tranvía, en las que no es raro asistir a una escena que parece sacada de otra época: a menudo, los conductores abandonan unos segundos los mandos de la máquina para, barra de acero en mano, cambiar las agujas en algún cruce antes de continuar el trayecto.
Durante siglos, Silesia ha forjado su riqueza gracias a las explotaciones mineras, pero también por medio de la cerveza. En la cercana población de Tychy, a veinte kilómetros de Katowice, conocen muy bien los secretos del dorado líquido. Allí la economía local ha estado sustentada desde el siglo XVII en la fabricación de cerveza, la célebre Tyskie. Así que Tychy, donde el olor a cebada tostada nos recibe nada más entrar en la población, es parada obligatoria para conocer la centenaria fábrica de cerveza donde, después de un instructivo recorrido por sus instalaciones, se premia a los visitantes con una refrescante muestra del elixir local.
Si continuamos rumbo al sur, todavía en Silesia, llegamos a la coqueta localidad de Pszczyna, donde el protagonismo se lo reparten el viejo castillo y una de sus últimas moradoras, la princesa Daisy. El castillo-palacio fue durante siglos la residencia de la familia Hochberg, y hace unos cien años dio cobijo al príncipe Hans Heinrich XV. Su primera esposa, la británica Mary Theresa Olivia Cornwalis-West –más conocida como princesa Daisy–, es hoy uno de los símbolos de la población.
La pareja vivió durante años un bonito romance, pero el amor acabó por marchitarse –según las malas lenguas por culpa de las infidelidades, como las que habrían tenido lugar en el campestre palacete de Promnice, hoy convertido en lujoso hotel–. Chismorreos al margen, el palacio de la princesa Daisy bien merece una visita para conocer sus exquisitos interiores –como el Salón de los Espejos–, cuya restauración fue premiada en 1995 con el prestigioso galardón Europa Nostra.
Al traspasar los límites de Silesia y penetrar en territorio de la Pequeña Polonia, nos encontramos con un todavía tímido Vístula, el mismo que aguas abajo se convierte en el río más grande del país. Cerca de allí, donde todavía surca la tierra con escaso caudal, se encuentra la localidad de Oświęcim. El topónimo polaco no le dirá nada a la mayoría, pero su traducción alemana, Auschwitz, resuena con fuerza.
Muchos turistas –y no pocos locales– evitan la visita al que fue uno de los principales centros de exterminio nazi durante la II Guerra Mundial. Y no es para menos. La visita al campo no es apta para los espíritus más sensibles. El paseo por sus antiguos barracones, en los que se repasa al detalle uno de los episodios más vergonzosos de la Historia, está salpicado aquí y allá de dolorosos recuerdos: no faltan maletas, piezas ortopédicas e incluso cabellos de quienes perdieron allí la vida.
Cracovia, a unos setenta kilómetros, nos recibe con un ambiente muy diferente. En gran medida, gracias a la animada vida estudiantil que genera la Universidad Jaguelónica, la misma en la que estudiaron Copérnico o Juan Pablo II. Ciudad monumental como pocas –su centro es Patrimonio de la Humanidad desde 1978–, la que fuera capital de Polonia durante siglos sigue conservando hoy en día un halo de misterio que asoma en cada esquina.
El corazón de Cracovia está en el Rynek Główny –plaza del Mercado– lugar en el que, antes o después, acaban recalando turistas y locales. Allí nos esperan algunos de los monumentos más importantes, como el Sukiennice–la antigua lonja de paños–, un hermoso edificio de estilo renacentista que fue centro del comercio local.
Sus porches porticados y su interior son un buen lugar para curiosear en sus tiendas y hacer alguna compra o, si el tiempo no acompaña, para degustar un café mientras esperamos la aparición del Hejnał Mariacki, el trompetista que, desde hace 700 años, anuncia las horas en lo alto de la torre de la basílica de Santa María. Otro edificio, por cierto, que no puede faltar en la visita.
Hay más maravillas en la plaza del Mercado pero –como muchos otros tesoros de esta parte de Polonia–, se encuentran bajo tierra. Desde el año 2010 es posible recorrer el museo subterráneo que, con sus cuatro mil metros cuadrados, constituye un libro abierto que relata la turbulenta historia de la Cracovia medieval.
No podemos dejar atrás la plaza sin visitar uno de sus locales típicos, algunos con mucha solera, como el Café Skodki. Fundado en 1792, fue originalmente un local donde sólo se servía vodka, pero acabó convirtiéndose en café y pastelería. Sin duda, uno de los mejores lugares para degustar postres como la tarta de queso cracoviana (sernik krakowski) o el pastel de crema papal (papieska kremówka).
Saciado el apetito, es hora de caminar por la antigua Vía Real, a la que se accede atravesando la concurrida calle Floriańska, que culmina en la barbacana gótica y la Puerta de San Florián. Allí se encuentran algunos restos de las murallas medievales, las mismas que –según cuentan los guías–, se mantuvieron aunque ya no eran necesarias como defensa, pero servían para cortar el viento y evitar que levantara las faldas a las cracovianas.
Dejando atrás la Vía Real ascendemos hasta la colina de Wawel, donde se encuentran la catedral y el Castillo Real del mismo nombre, otro de los símbolos de Cracovia. Entre los muros de este último recinto se coronaban los reyes polacos, y hoy alberga importantes piezas artísticas –como una riquísima colección de tapices– y suntuosas estancias como la Sala de los Diputados.
Además de su incalculable riqueza histórico-artística, Cracovia ha sido también cuna de grandes literatos. No en vano, la UNESCO la declaró hace unos años “ciudad de la literatura”. Y es que sus calles, cafés y restaurantes han cobijado a no pocos genios de las letras, inspirando a autores de la talla de Czeslaw Milosz, Joseph Conrad o la premio Nobel Wisława Szymborska. Esta última, por ejemplo, frecuentó hasta sus últimos días el restaurante Pod Baranem, un singular establecimiento donde no sólo es posible degustar sabrosos platos, sino también empaparse de la cultura que se respira entre sus paredes.
Un último enclave nos aguarda antes de abandonar el sur del país. A una media hora en coche desde Cracovia, las minas de sal de Wieliczka constituyen una de las principales joyas de la Pequeña Polonia. Explotadas durante más de 900 años, estas minas no sólo han generado importantes beneficios a la región, sino que inspiraron también a no pocos mineros que, al tiempo que perforaban el subsuelo, se dedicaban a ratos a tallar impresionantes esculturas en la roca de sal.
El recorrido cuenta con más de tres kilómetros de galerías, y en ellas nos esperan sorpresas como una enorme capilla –la de Santa Kinga– o un bello lago subterráneo. Todo un auténtico descenso a las entrañas de la Tierra que nos hará sentir protagonistas del más fantástico relato de ficción.
GUÍA DE VIAJE
CÓMO LLEGAR. La compañía de bajo coste Wizzair cuenta con vuelos diarios directos desde Barcelona a Katowice y Varsovia.
DÓNDE COMER. En Katowice, la mejor opción es el restaurante Kryształowa (Warszawska, 5), con la reputada chef Magda Gessler al mando de su cocina tradicional. En Cracovia, el restaurante Pod Baranem es uno de los establecimientos con más encanto.
DÓNDE DORMIR. En Katowice, el Novotel Centrum (Rozdzienskiego, 16) se encuentra bien situado, cerca del nuevo Museo de Silesia y el singular Spodek. En Cracovia nos decantamos por el lujoso Amadeus (Mikolajska, 20) o el Copernicus (Kanonicza, 16).
DÓNDE COMPRAR. Si queremos darnos un capricho o hacer un regalo original, en Katowice podemos acudir al Silesia City Centre (Chorzowska 107), donde encontraremos algunas de las marcas polacas de la más alta calidad, como Tatuum, Carry o Reserved. Si buscamos algo más peculiar o alternativo, la ciudad también ofrece numerosas tiendas con ropa de segunda mano o el vistoso mercado de ropa de Plac Synagogi. En Cracovia, lo mejor es dejarse caer por la calle Floriańska, o visitar las numerosas tiendas que encontraremos en el interior de la antigua Lonja de paños.
DE COPAS. En Cracovia, los aledaños de la plaza del Mercado cuentan con multitud de locales en los que alargar la noche. Una recomendación: no olvides pedir un Wsciekzy Pies (perro rabioso), un curioso (y potente) chupito a base de vodka, grosella y tabasco cuyos colores dan forma a la bandera polaca.
Más información: Oficina de Turismo de Polonia
3 comentarios