En cada rostro, una historia. En cada retrato, una conversación sin palabras. Viajar con una cámara es aprender a mirar con otros ojos, y, a veces, a mirar hacia dentro.
Siempre he creído que, cuando Robert Capa pronunció su famosa frase —«Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, no estás lo suficientemente cerca»— no solo hablaba de distancia física, sino también de cercanía emocional. Esa lectura, que une la lógica fotográfica con una actitud empática, siempre la he aplicado cuando hago retratos. Especialmente en mis viajes, donde se me hace más fácil practicar una de las ramas más gratificantes de la fotografía.

La técnica del retrato admite múltiples enfoques: distintos tipos de lentes, luz natural o artificial, aperturas de diafragma grandes o pequeñas… dependiendo de si queremos aislar al sujeto de su entorno o integrarlo en él. Pero más allá de la técnica, el verdadero secreto está en tener claro qué queremos transmitir.

En mi caso, hacer un retrato significa conocer a la otra persona, empatizar con ella, establecer un diálogo —a veces muy breve, quizá solo a través de una mirada o un gesto— que, si es honesto, nos regala mucho más que una imagen. Nos deja una experiencia, un aprendizaje. Si no se da esa conexión, incluso logrando una buena fotografía, siento que algo importante se ha perdido.

Por eso, siempre busco ese diálogo y esa cercanía de la que hablaba Capa. En muchas ocasiones, ni siquiera tengo la cámara preparada; a veces, ni pensaba hacer un retrato. Todo surge de forma natural: una conversación, una comprensión del contexto, y finalmente, una aprobación —a menudo tácita— por parte de la otra persona, que me indica que está bien tomar esa fotografía.

Con esa lógica, nunca he sido partidario de usar distancias focales largas. Me hacen perderme la experiencia, la interacción. Hay algo de “robo” en ese tipo de retratos lejanos que siempre he tratado de evitar, salvo que no haya otra opción.

Y cuando llega ese momento previo al clic del obturador, ya ha habido una recompensa: el momento compartido. Conseguir un buen retrato espontáneo depende de muchos factores incontrolables. Hay que ser rápido. La foto se hace en segundos. No es cortés tener a la persona esperando mientras ajustamos la cámara. Muchas veces está ocupada, o trabajando. Por eso, suelo llevar la cámara configurada, el encuadre pensado, y disparo con decisión. Además —quizá por cierto purismo— nunca uso la ráfaga.


Después de esos breves instantes, puede que tengamos la imagen deseada. O no. La expresión humana es tan rica que a menudo se nos escapa: una mueca, una sombra inoportuna… No importa. Lo esencial ya ha sucedido: el diálogo, el momento compartido. Si además logramos congelar un buen gesto, la satisfacción es completa, y ansiamos revisar la imagen ese mismo día.
Los retratos que acompañan este texto fueron tomados hace años, todos en Oriente Medio y Asia. Siempre he sentido que allí la gente es más abierta al retrato. En todos usé focales entre 24 y 50 mm. Los conservo como pequeñas joyas. Cada imagen es una experiencia, un recuerdo vívido que me transporta a aquellas personas y lugares. Creo que, más allá de su ejecución técnica, cumplí con lo que Capa nos quiso decir. Estuve lo suficientemente cerca.