Desde los vestigios de la antigua Tollan-Xicocotitlan hasta la vibrante capital de Pachuca, el estado mexicano de Hidalgo, auténtica encrucijada de caminos para toltecas, chichimecas, otomíes y mexicas, revela un mosaico de maravillas que invitan al viajero a descubrir sus secretos.
Faltan apenas veinte minutos para que el sol se despida de Tula, y el atardecer derrama su luz dorada sobre las imponentes figuras de basalto conocidas como “los atlantes”. En lo alto de la Pirámide B, una decena de personas admira estos cuatro guardianes gigantes, testigos silenciosos de una civilización perdida.
De pronto, como si el universo conspirara para añadir un toque de magia a la escena, un pequeño enjambre de mariposas monarca revolotea en torno a los atlantes y los ensimismados turistas. Una de estas diminutas viajeras, que cada otoño recorren miles de kilómetros desde las frías tierras de Canadá para refugiarse en el calor de México, se posa delicadamente sobre una de las estatuas, cuya altura alcanza los cuatro metros y medio.

Es un instante fugaz y en apariencia anecdótico, pero encierra un profundo simbolismo: para los antiguos toltecas, creadores de estas enigmáticas figuras hace unos mil años, el alma de los guerreros —eso representan los gigantes de piedra, identificados con el dios Quetzalcoátl— se transformaba tras la muerte en una mariposa monarca. De hecho, el peto que adorna el pecho de estas monumentales figuras tiene precisamente la forma de este bello insecto, capaz de desafiar a la muerte en su peregrinación al sur.

El complejo arqueológico de Tula, ubicado en la localidad de Tula de Allende, a solo 70 km de Ciudad de México, es un vestigio pálido pero poderoso de lo que alguna vez fue Tollan-Xicocotitlan, la antigua capital de los toltecas. Además de la majestuosa Pirámide B y sus inquietantes atlantes, Tula conserva otros restos de su pasado esplendor, como el Palacio Quemado, el Coatepantli (Muro de las Serpientes) o la Pirámide C.
Este recorrido por la antigua capital tolteca, a la que a menudo se compara con Chichén Itzá, es solo un aperitivo de lo que espera al viajero en el estado de Hidalgo, una auténtica joya casi desconocida, en la que se combinan a la perfección historia, cultura y naturaleza.

Paseo por la Bella Airosa
Pachuca de Soto, la capital del estado, es conocida como “La Bella Airosa” debido a sus vientos frecuentes. Su casco histórico es una mezcla encantadora de calles adoquinadas, pequeños edificios y recintos con resabios de época colonial. Fundada a mediados del siglo XV por un grupo mexica, su mayor desarrollo se produjo tras la llegada de los españoles, que descubrieron y comenzaron a explotar sus minas.
De aquella prosperidad propiciada por el beneficio de la plata quedan algunos testimonios, como el edificio de las antiguas Cajas Reales, donde los dueños de las minas pagaban sus impuestos a las autoridades del virreinato. También sigue en pie el exconvento de San Francisco, un edificio cuya construcción se inició en 1596, y que hoy muestra una estampa de estilo barroco con algunos elementos churriguerescos y neoclásicos.

En el centro de la plaza de la Independencia, auténtico corazón de Pachuca, se alza el Reloj Monumental, un imponente edificio neoclásico de 40 metros de altura que fue inaugurado en 1910 para conmemorar el centenario de la independencia de México. Su torre, cuyas caras están orientadas a los puntos cardinales, es uno de los símbolos de la ciudad, y el mecanismo que ocupa sus entrañas fue diseñado en la fábrica de Edward John Dent, la misma que creó el reloj del Big Ben londinense.
El Reloj Monumental de Pachuca es un centinela que recuerda la Independencia de México, un suceso histórico que suspendió momentáneamente la actividad de las fecundas minas de la región. Cuando las autoridades españolas se retiraron, las vetas pasaron a manos inglesas, pues en la primera mitad del siglo XIX llegó a Hidalgo un nutrido contingente de mineros del condado de Cornualles. Estos hombres y mujeres se asentaron en este rincón del país azteca, dejando una impronta indeleble en toda la región.
Fue esta comunidad británica la que sembró las primeras semillas del fútbol en México, inaugurando en 1825 la primera cancha de balompié y fundando el primer equipo del país: el Pachuca FC. Su legado no se detuvo ahí; también dejó huella en la gastronomía con la introducción de uno de sus platillos más emblemáticos: los pastes (término derivado del inglés cornish pasty), unas empanadas que comían en las profundidades de las minas, protegiéndose del veneno del arsénico gracias a su borde duro, diseñado para sujetar el alimento sin contaminarlo.

La presencia británica fue también notable en otras localidades del área metropolitana de Pachuca, como Real del Monte, también conocida como la pequeña Cornualles. Este pintoresco rincón hidalguense, uno de los nueve Pueblos Mágicos del estado, ofrece a los visitantes un fascinante viaje al pasado. Hoy se pueden explorar algunas de sus antiguas minas, como La Dificultad, y admirar el notable patrimonio religioso, representado por capillas como las del Señor de Zelontla o la de la Santa Veracruz, así como la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, una joya del siglo XVII.
También quedan otros vestigios que delatan la presencia británica en la región, como el Panteón inglés, un cementerio salpicado de lápidas con nombres ingleses (hay un total de 770 tumbas), símbolos masónicos y no pocas leyendas. La memoria de todos sus secretos la custodia María del Carmen Hernández Skews, descendiente de una de estas familias de Cornualles y actual cuidadora y guía del camposanto realmontense.

Un acueducto colosal
También cerca de Pachuca, a apenas 25 kilómetros, encontramos Zempoala, una ciudad de raíces toltecas, otomíes y chichimecas, tal y como refleja el Códice Xólotl (siglo XIII). La plaza principal de la localidad, que recuerda también el hito de la Independencia mexicana, se creó en 1557, y en ella destaca una peculiar pieza conocida como rollo o picota, erigida por orden del corregidor Juan de Pineda.
Este singular monumento, compuesto por cuatro figuras zoomorfas emplumadas que sostienen un fuste coronado por un capitel con cuatro leones, de cuyas cabezas pendían otras tantas argollas metálicas, despliega una estampa de misteriosa belleza, pues a día de hoy aún se discute si fue simplemente una marca que señalaba los límites del territorio, o si sirvió como lugar de castigo para malhechores.

La localidad fue también cuna de majestuosas haciendas, surgidas con el florecimiento de la ganadería y la elaboración del pulque, una bebida alcohólica prehispánica extraída de las pencas de maguey, que aún hoy se consume en abundancia. Algunas de estas haciendas pueden ser visitadas, como la de San Juan Pueblilla, construida en el siglo XIX por un amigo cercano de Porfirio Díaz. Hoy alberga un hotel encantador, donde también se elabora una cerveza artesanal que hace las delicias de los visitantes.
Otro de los edificios singulares de Zempoala es el exconvento de Todos Los Santos, un recinto religioso fundado en la segunda mitad del siglo XVI por frailes franciscanos. Su iglesia destaca por su estampa con aspecto de fortaleza y por una sobria fachada plateresca, rematada por una imponente espadaña.

Fue precisamente un franciscano, el Padre Tembleque, quien, concurriendo con la fundación de Zempoala, emprendió la construcción de una colosal obra de ingeniería hidráulica. Este gigantesco acueducto, que hoy lleva su nombre, permitió suministrar agua a diversas localidades aledañas, como Otumba.
Con una longitud superior a los 48 kilómetros y unas arcadas que alcanzan más de 39 metros de altura, este prodigio de la arquitectura fue durante décadas la estructura de su tipo más elevada del mundo. En 2015, tras años de arduo trabajo y esfuerzos de diversos especialistas —entre ellos el arquitecto español Antonio Mateo Linaza, arraigado en México desde hace décadas—, el acueducto del Padre Tembleque fue declarado Patrimonio de la Humanidad.

Huasca, el lugar de la alegría
Se encuentra a solo 34 km de Pachuca, pero el paisaje de Huasca de Ocampo, pintado con frondosos bosques de oyamel, es muy distinto al de la capital del estado. El lugar ya era un vergel en tiempos de los pueblos prehispánicos, que la bautizaron como Huascazaloyam («lugar de regocijo y alegría» en lengua náhuatl), un topónimo optimista que se comprende bien al contemplar sus bellos parajes.
Aquí la naturaleza revela su capricho más sublime en los prismas basálticos, una espectacular formación de origen volcánico cuyas siluetas se elevan desde hace millones de años como gigantes petrificados. Sus columnas geométricas, que recuerdan a los tubos de un órgano, se elevan al cielo en una sinfonía de basalto. Este prodigio natural, casi único en el mundo, cautivó en el siglo XIX al naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt, quien, prendado de semejante maravilla, la inmortalizó en sus dibujos.

Más allá de los espectaculares prismas, Huasca de Ocampo, el primer Pueblo Mágico de México, custodia otras sorpresas. Entre ellas destacan las antiguas haciendas dedicadas a la explotación de la plata, todas propiedad de don Pedro Romero de Terreros, conde de Regla.
Una de las más singulares es la hacienda de Santa María Regla, que también fue residencia del conde y se construyó entre 1760 y 1762. Hoy esta finca se ha transformado en un impresionante hotel y en escenario de numerosas películas, como La máscara del Zorro, protagonizada por Catherine Zeta-Jones y Antonio Banderas. Entre sus dependencias sobresalen la capilla de Nuestra Señora de Loreto, varios jardines y una presa artificial.

A dos horas en coche al oeste de Pachuca, y a más de 2.000 metros de altitud, se encuentra la localidad de Huichapan, célebre por su notable patrimonio y sus encantadoras calles. Este Pueblo Mágico de Hidalgo fue fundado por los españoles en 1532, y sus primeros hitos arquitectónicos surgieron en esa misma centuria. En la explanada de San Mateo Apóstol, en el centro histórico de la ciudad, se yergue una magnífica cruz atrial labrada en piedra rosa, con motivos decorativos que combinan influencias indígenas y europeas y que aluden a la Pasión de Cristo.

En esa misma explanada o plaza de San Mateo Apóstol se alzan las fachadas de una trinidad de templos de época virreinal. A la izquierda se encuentra la capilla de la Tercera Orden, un templo con una fachada barroca y un magnífico retablo en su interior; en el centro se abre la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe, también con una hermosa fachada, y a la derecha, completando el conjunto, se encuentra la parroquia de San Mateo Apóstol, con una portada churrigueresca y varios retablos de gran belleza decorando su interior.

No es el único ejemplo de patrimonio que uno encuentra al recorrer el centro de Huichapan. A solo unos pasos de allí se levanta El Chapitel, una vieja casona de dos alturas provista de un pequeño balcón con rejas de hierro. Ese modesto espacio fue testigo, a comienzos del siglo XIX, de la primera conmemoración del Grito de Independencia, uno de los momentos clave de la emancipación mexicana. Hoy el edificio alberga un centro de interpretación sobre aquel episodio, y en uno de sus costados abre también sus puertas el Museo de Arqueología e Historia.
Otro espacio de visita obligada, aunque en este caso por sus tesoros gastronómicos, es el mercado local, donde es posible degustar platillos populares como las carnitas o los chicharrones, acompañados del omnipresente pulque o del carnavalito, una bebida alcohólica dulce, a base de tequila blanco, zumo de naranja y jarabe de piloncillo.

Esplendor virreinal
Y ya que hablamos de gastronomía, de vuelta a los alrededores de Pachuca, en el Valle del Mezquital, espera la localidad de Actopan, cuna de la barbacoa y del ximbó, otro sabroso plato típico del estado. En sus orígenes, Actopan fue un asentamiento otomí, aunque más tarde pasaron por allí chichimecas, tepanecas y mexicas, antes de la llegada de los españoles. Estos fundaron la ciudad actual en 1546, y, como en el resto del territorio, no tardaron en levantar edificios religiosos.
El más destacado es el templo y exconvento de San Nicolás Tolentino, construido por agustinos en el siglo XVI. El recinto es uno de los más sobresalientes del estado de Hidalgo, además de uno de los mejores ejemplos de arte novohispano de esa centuria. Su fisionomía está marcada por su aspecto de “convento-fortaleza”, que le confiere una estampa robusta y poderosa, y muestra una mezcla de estilos que incluyen elementos mudéjares, góticos, platerescos y renacentistas. El antiguo convento conserva un espectacular conjunto de pintura mural, con frescos que representan la fundación de la orden agustina y la vida de los frailes.

La iglesia todavía se emplea con fines religiosos, y al exterior, en una gran explanada, destaca una capilla abierta que sirvió para oficiar misa a los nuevos fieles que todavía no habían sido bautizados. La población local estaba acostumbrada a realizar sus ritos a cielo abierto, así que los agustinos idearon estos espacios para facilitar la evangelización de sus nuevos feligreses.
Frente a la iglesia, como si marcara el límite del espacio sagrado, se alza una cruz atrial que, aunque no tan espectacular como la de Huichapan, comparte el mismo estilo tequitqui o “indocristiano”, desarrollado por artistas indígenas en un mestizaje creativo que aún dejaba entrever las formas de los antiguos dioses. Era el último eco de Quetzalcóatl, sus atlantes y una miríada casi infinita de divinidades preshipánicas cuyo rastro acabaría desdibujándose, aunque nunca por completo, con la llegada de los españoles y la nueva fe.

La Fototeca Nacional: el corazón visual de México

En pleno centro de Pachuca de Soto, en el antiguo convento de San Francisco, se encuentra uno de los tesoros culturales más importantes del país: la Fototeca Nacional de México. Este recinto, gestionado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), resguarda más de un millón de imágenes que narran la historia visual de México desde el siglo XIX hasta la actualidad.
La colección es un viaje fascinante por la memoria del país: retratos de estudio, paisajes urbanos y rurales, escenas cotidianas, episodios históricos y manifestaciones culturales capturados por los ojos de fotógrafos célebres como Hugo Brehme, Nacho López, Manuel Álvarez Bravo o Tina Modotti.
De hecho, Tina Modotti, fotógrafa italiana y activista, dejó una huella imborrable en la historia visual de México. Su cámara capturó la esencia de las luchas sociales y la vida cotidiana de las clases trabajadoras en los años 20, con una mirada comprometida y poética. Cercana a Diego Rivera, Frida Kahlo y al movimiento muralista, Modotti encontró en México un espacio para fusionar arte y política, retratando desde campesinos hasta herramientas de trabajo, siempre con una sensibilidad única que conjugaba estética y revolución.

Pero si hay un fondo que destaca en la Fototeca, es sin duda el Archivo Casasola, considerado la columna vertebral de la fotografía histórica mexicana. Fundado por Agustín Víctor Casasola y continuado por su familia, este archivo reúne más de 500,000 imágenes que documentan desde la vida cotidiana hasta los grandes acontecimientos de finales del siglo XIX y buena parte del siglo XX, con especial protagonismo en la Revolución Mexicana.
Gracias a las cámaras de los Casasola, hoy podemos observar retratos de Emiliano Zapata, Pancho Villa, escenas de batallas o del México urbano en plena transformación. La fuerza documental de este archivo es tal que no solo retrata a los protagonistas de la historia, sino también a las personas anónimas, sus gestos, vestimentas y escenarios, construyendo una narrativa visual imprescindible para entender el México moderno.
Ubicada en un edificio histórico cuya arquitectura ya merece una visita por sí misma, la Fototeca ofrece exposiciones temporales, talleres, conferencias y actividades culturales que invitan a reflexionar sobre la fotografía como herramienta de identidad y memoria colectiva. Además, su archivo está digitalizado en gran parte, permitiendo consultar imágenes en línea, una labor esencial para investigadores, periodistas o amantes de la fotografía.

Visitar la Fototeca Nacional es detener el tiempo, abrir una ventana a otras épocas, escuchar el susurro de las calles antiguas, contemplar las miradas de quienes ya no están. Es recorrer la historia de México a través de la luz y la sombra, donde cada imagen es una chispa de eternidad atrapada en un papel.