Hoy, 27 de enero de 2020, se cumplen 75 años de la liberación del campo de extermino de Auschwitz por las tropas soviéticas. A las nuevas generaciones la Shoah puede parecerles un hecho muy lejano, pero lo cierto es que los ecos del horror se perciben aún hoy con claridad en este rincón de la geografía polaca.
No importa los libros, fotografías, reportajes, películas o documentales que hayamos visto y leído sobre el Holocausto y los horrores cometidos por los nazis durante la II Guerra Mundial. Nada de todo ese “bagaje” literario y audiovisual que llevamos consumiendo durante décadas le prepara a uno para asimilar lo que experimenta al visitar alguno de los antiguos campos de concentración y exterminio que todavía se mantienen en pie en territorio polaco.
Es lo que sucede al recorrer las antiguas “calles” y barracones de ladrillo de Oświęcim, a unos 33 kilómetros de Katowice, en la Alta Silesia. El topónimo original –en polaco–, de este pueblecito situado a orillas de un Vístula todavía joven y enclenque no dice nada al foráneo. Por el contrario, Auschwitz, el nombre que le dieron los alemanes durante la ocupación del país, está grabado a fuego en nuestro inconsciente colectivo. De hecho, desde hace más de setenta años se ha convertido en sinónimo de horror, muerte, humillación, barbarie, crueldad…
Desde 1940, fecha en la que los nazis transformaron los barracones de un cuartel del ejército polaco en un gigantesco matadero, y hasta el 27 de enero de 1945 –momento en el que el Ejército Rojo se apoderó del mismo–, entre un millón y un millón y medio de personas fueron exterminadas en el mayor “campo de la muerte” de todos los diseñados por el Tercer Reich.
Hoy, Auschwitz es un museo un tanto atípico. Hay miles de turistas, autobuses cargados de visitantes que abarrotan el aparcamiento exterior, audioguías, máquinas de refrescos y snacks e incluso una tienda de recuerdos –principalmente nutrida por cientos de libros sobre el campo, en todos los idiomas imaginables–. En la zona de las taquillas todo parece normal: colas interminables para adquirir los tickets, turistas con cámaras y guías de viaje en las manos, familias y grupos de jóvenes alborotando… Todo cambia, sin embargo, una vez se inicia la visita al campo.
A partir de ese punto, el silencio se convierte en el verdadero protagonista. El primer puñetazo, directo al estómago, le sorprende a uno en la puerta de acceso, con el infame cartel que recibía –cínico y cruel– a los prisioneros con la célebre frase Arbeit Macht Frei (“El trabajo os hará libres). Traspasada esa barrera y las amenazadoras alambradas –abuelas de las concertinas que hoy “protegen” tantos puntos del planeta–, el visitante se encuentra cara a cara con el horror. Las explicaciones del guía quedan de pronto amortiguadas por el murmullo incesante de nuestros propios pensamientos. Auschwitz habla por sí mismo, no necesita de excesivas explicaciones.
El suelo de tierra entre barracones es el mismo que pisaron hace décadas cientos de miles de prisioneros –soldados polacos, soviéticos, gitanos, homosexuales, judíos, republicanos españoles y otros tantos “degenerados”–, al igual que los peldaños de los edificios de ladrillo, hoy desgastados tras el incesante trasiego de los más de dos millones de visitantes anuales que recibe el recinto.
Aquí y allá, uno se encuentra sin cesar con grupos en silencio, parejas y personas que caminan despacio, como aletargadas y aturdidas por el dolor que todavía parece emanar de las distintas estancias. Hay grupos de jóvenes estudiantes, muchos de ellos judíos procedentes de distintos puntos del planeta, cubiertos con banderas de Israel dispuestas a modo de la capa de un superhéroe.
Algunos atienden a las explicaciones de sus profesores, otros meditan con la mirada perdida en alguno de los paneles y objetos que llenan los distintos edificios del campo de la muerte. Pese a su corta edad, cuesta encontrar alguno que permanezca ajeno a la turbación que provoca ese espacio. No hay bromas, ni risas, apenas una tímida conversación en susurros.
Tampoco faltan velas encendidas en recuerdo de las víctimas, flores solitarias y ramos frondosos a modo de homenaje, poemas escritos improvisadamente en pequeños papeles… No hace falta visitar los lugares más siniestros –las diminutas celdas de castigo, el “hospital” en el que el Dr. Mengele experimentaba con sus “pacientes”…– para quedar marcado para siempre.
Los visitantes suelen quedar sobrecogidos –el rostro habla alto y claro, aunque los labios no se muevan– cuando alcanzan las salas que conservan, como un macabro recuerdo, maletas que todavía conservan el nombre escrito a tiza de sus propietarios –Elsemeier, Weinberg, Minska, Goldstein, Glaser…–, montañas de cabellos cortados, latas vacías de Zyklon B –el gas empleado en las “duchas”– o los cientos de muletas, piernas ortopédicas y otras prótesis que se acumulan sombrías detrás de las vitrinas, como si todavía estuvieran esperando que sus dueños vinieran a recogerlas.
Aunque sobrecogedores, estos objetos no causaron en mí tanta impresión como lo que encontré en otro de los edificios, mientras caminaba ya por mi cuenta, abandonado grupo y guía. Un largo y estrecho pasillo, apenas iluminado con la luz mortecina e insuficiente de los fluorescentes, aparecía decorado con cientos de retratos de prisioneros. Retratos realizados por los propios SS, con los cautivos de pelo rapado y “traje” de rayas mirando fijamente a la cámara: algunos con una dignidad rotunda en los ojos, otros con un atisbo de incomprensión en la mirada; todos conscientes de que aquella iba a ser su última foto.
Majdanek, a unos 360 kilómetros de Auschwitz, y a tan sólo 4 de la monumental ciudad de Lublin, cerca de la frontera con Ucrania, es otro de los testimonios de la barbarie. A diferencia de su “hermano mayor”, el campo de Majdanek no estuvo oculto a las miradas temerosas de la población. También aquí murieron decenas de miles de personas de veintiséis nacionalidades distintas.
En una enorme llanura de enormes prados decenas de barracones –en este caso de madera y una sola planta– se reparten en una alineación perfecta, apenas rota por las torres de vigilancia, las chimeneas de los hornos crematorios y otros edificios igualmente siniestros. En las proximidades, un mausoleo con forma ovoidal recuerda a las víctimas, al igual que otro monumento situado en el extremo contrario, a unos cientos de metros. Al igual que en Auschwitz, el silencio es la nota predominante. Un silencio espeso, profundo, apenas roto por el ruido de pisadas de los visitantes y el graznido de los cuervos.
Después de visitar Auschwitz, Majdanek o cualquier de los otros campos de concentración que se conservan –Treblinka, Sobibor, Belzec…–, cuesta entender que todo aquel horror, todas aquellas vidas humanas sacrificadas, hayan servido de poco. Hoy, el planeta tiene sus nuevos Auschwitz, aunque sea con nuevos inquilinos y con nuevos guardias. En unas décadas, seguramente en esos lugares habrá otros museos que, al igual que el de la localidad polaca, serán visitados por millones de personas para recordar y rendir homenaje a las vidas sacrificadas por la barbarie, en nombre de una religión o de una ideología. Para entonces, ya será demasiado tarde.