Entre las ruinas de Belchite, el tiempo se detuvo hace más de ochenta años. El viento susurra historias de un pasado desgarrador entre muros derruidos, mientras las piedras, testigos mudos de la barbarie, parecen resistirse al olvido. Caminar por sus calles es transitar por un campo de sombras, donde la memoria late entre el polvo y los escombros.
Un cielo gris y un viento polvoriento me dieron la bienvenida aquella mañana. Solo los ladridos lejanos de un perro rompían el silencio absoluto, un silencio que parecía hecho a medida para el lugar en el que me encontraba. Sin embargo, no dejaba de generar cierto desasosiego. Recuerdo que no estuve especialmente cómodo. El ambiente era denso, pesado, no invitaba a sentarse a descansar.
El Viejo Belchite yace como testimonio de la barbarie. Es uno de esos lugares que, como heridas abiertas, nos recuerdan la violencia y la incapacidad del ser humano para entenderse. La destrucción se convirtió aquí en la más macabra de las respuestas, y hoy permanece como un aguijón para la conciencia.

Un pueblo atrapado entre dos fuegos
En el marco de nuestra Guerra Civil son tristemente célebres los bombardeos indiscriminados sobre poblaciones como Gernika o Durango, donde, como tantas veces ocurre, fue la población civil la que sufrió la locura. Muchas de estas localidades fueron reconstruidas. Belchite, sin embargo, no tuvo esa suerte.
A finales de agosto de 1937, el calor aragonés en su punto álgido, la humilde población de Belchite —sin fábricas, sin industria militar, sin valor estratégico destacable— quedó atrapada entre dos fuegos. El Ejército Popular Republicano, en su intento de avanzar hacia Zaragoza para aliviar la presión del frente norte, y el Ejército Nacional, que ya había abandonado su pretensión de guerra relámpago, convirtieron sus calles en un campo de batalla. Durante dos intensas semanas, casa por casa, se luchó a muerte. Murieron alrededor de 5.000 personas. El ejército republicano, que resultó «victorioso», tomó unos 2.500 prisioneros. Cuando las armas callaron, solo quedaban ruinas.

La promesa incumplida de Franco
Años más tarde, cuando la guerra terminó, muchas familias seguían viviendo entre los escombros de lo que fueron sus casas. La extrema pobreza impidió que las pudieran reconstruir. En ese contexto, Francisco Franco visitó la zona. Prometió la reconstrucción, pero no cumplió. Los costes eran demasiado elevados. En su lugar, convirtió Belchite en otro símbolo propagandístico de la «ignominia republicana», como ya había hecho con el Alcázar de Toledo. Se comenzó a levantar un nuevo pueblo, a escasos cientos de metros de las ruinas.

Paseo entre escombros y memoria
Desde entonces, el Viejo Belchite quedó varado en el tiempo, un espacio donde pasear entre escombros y ruinas, imaginando lo ocurrido en aquellos días, y atisbando, entre los arcos derruidos y las piedras rotas, la belleza que debió tener antes de la destrucción. En 2013, el recinto fue vallado, convirtiéndose en una atracción turística que solo se puede visitar con reserva.
Belchite, como otros lugares marcados por el infortunio, no ofrece consuelo ni buenos recuerdos. Pero sí nos brinda algo cada vez más necesario: la oportunidad de reflexionar.

Más información: Belchite (Turismo de Aragón)