En el árido condado de Mono, Bodie se alza como un pueblo fantasma detenido en el tiempo, testigo de la Fiebre del Oro en California. Sus edificios polvorientos y calles desiertas cuentan historias de fortuna y abandono, invitando a descubrir los secretos del Salvaje Oeste.
Nuestra furgoneta Ford 4×4 rugía impaciente, pidiendo más velocidad, mientras cruzábamos el imponente Golden Gate. De fondo, Tina Turner nos regalaba su inconfundible voz con Private Dancer, una de las canciones cuidadosamente elegidas para nuestro On the road. Aquel día daba inicio a una aventura inolvidable: más de 5.000 kilómetros en menos de un mes, recorriendo el corazón del Oeste americano.
Planeamos nuestro viaje como un auténtico homenaje a la improvisación: excéntrico, lleno de desvíos inesperados hacia lugares fuera de las rutas convencionales, siempre acompañados por una banda sonora que no dejaba de sonar en las eternas rectas. Lo demás, como suele decirse, es leyenda: esa que llevamos impresa en nuestro ADN, alimentada por la épica y los iconos que parecen parte de nuestra memoria colectiva.
Por paisajes legendarios
La capacidad de los estadounidenses para crear iconos y convertir cualquier lugar o acontecimiento en una épica es realmente asombrosa. Podría decir, sin temor a equivocarme, que cualquiera que lea este artículo sería capaz de nombrar, de memoria, un sinfín de estados, ciudades, barrios e incluso calles de Nueva York o San Francisco. Lugares que, gracias al cine y la televisión, se sienten familiares y, de algún modo, acogedores.
Sin detenerme en los detalles de otros estados que recorrimos, California emerge como el paradigma del icono americano por excelencia. Es el California Dreamin’ que idealizó el movimiento hippie de los 60, pero también es mucho más. Más allá de su naturaleza exuberante y grandiosa, con parques nacionales que se suceden uno tras otro, cada cual más espectacular, todo en California nos resultaba cercano: los moteles de carretera, la feria de Venice Beach, las majestuosas secuoyas de Mariposa Grove o los inquietantes coyotes de Death Valley. Todo parecía formar parte de una memoria colectiva que llevábamos con nosotros.
Pero también hubo sorpresas, algunas planeadas —con cierto aire friki— y otras improvisadas sobre la marcha. Así llegamos a Bodie, un pueblo fantasma al borde del estado de Nevada, perdido en el condado de Mono. Un lugar en mitad de la nada, al que nos acercamos casi por casualidad, como ‘algo que hacer’ mientras esperábamos la apertura del Tioga Pass, uno de los accesos a Yosemite.
Leyendas del Lejano Oeste
La historia de Bodie evoca la legendaria Fiebre del Oro, pero esta vez con un final peculiar: un éxito que, tras su abandono, se transformó en museo viviente. Solo una pequeña fracción de sus edificios sigue en pie, los suficientes para recrear su apogeo entre 1877 y 1881, cuando Bodie pasó de ser un puñado de colinas al norte del Lago Mono a convertirse en una próspera ciudad minera. Todo comenzó con el hallazgo de unas pocas vetas de oro por William Bodey, el explorador que dio nombre al lugar. Trágicamente, Bodey murió durante una tormenta de nieve, sin llegar a ver el asentamiento que fundó ni el esplendor que alcanzarían sus minas, que en pocos años generaron millones de dólares y atrajeron a casi 10.000 habitantes.
Cuando los últimos habitantes abandonaron Bodie en la década de 1940, tras el cierre definitivo de su última mina, el pueblo quedó a merced del saqueo y el deterioro. Sin embargo, en 1962, fue declarado Parque Estatal Histórico de California, un hito que permitió preservar su esencia y evitar su desaparición total. Desde entonces, su decadencia ha sido cuidadosamente contenida mediante reparaciones puntuales en techos, ventanas y cimientos, manteniendo intacto su aire de abandono.
Hoy, Bodie es una ventana al pasado, un testimonio vivo de la vida cotidiana durante la Fiebre del Oro. Entre sus edificios desmoronados y sus ventanas desgastadas por el tiempo, es posible asomarse a un fragmento único de la historia de Estados Unidos.