La fiesta del carnaval es un evento social que se mueve entre el imaginario colectivo de la fiesta y la comparsa y una tradición pagana alejada de casi toda connotación festivo-hedonista. Celebrado en todo el mundo, este ritual hunde sus raíces en la más espiritual y atávica tradición, que se ha perpetuado, deformado, adaptado y reinterpretado sin miedo y sin límite hasta los confines del planeta y de formas muy diversas.
A día de hoy, en nuestro país conviven carnavales conocidos a nivel mundial como el de Cádiz o los célebres ejemplos insulares del archipiélago canario, con otros de más difuso alborozo, cuyas reminiscencias permanecen en la bruma del tiempo.
Hablamos de esos carnavales ancestrales, que a través de ritos alejados del dogma religioso imperante de su época, han permanecido como un remanente casi al borde de la herejía, alzando figuras tan polarizadas e imprescindibles en todas las creencias monoteístas como el mal, personificado por el diablo, el portador de luz, Lucifer y esa interminable y seductora lista de nombres con las que se ha conocido la oscuridad intrínseca de la humanidad.
Durante la festividad del carnal-val tradicional figuras pastoriles como las botargas se ven mezcladas con mascaritas inquietantes y seres ataviados con pieles de animales, protuberancias córneas que permiten que subyazca un ápice de sensualidad por lo desconocido y lo prohibido a pie de calle. Momentos cruciales para los que dominan desde el púlpito (cuestionable) de lo «correcto». Y que hallan, en estos momentos de líquida ambivalencia, sus momentos de mayor zozobra espiritual.
Huelga decir que a un joven Napoleón que irrumpió en Venecia tras vencer a la Serenissima en el siglo XVIII, le aterraba el concepto de la ocultación carnavalesca de una manera feroz, puesto que siempre existía la posibilidad de que, ataviado tras una máscara anónima, se alzase sobre su magna humanidad, la daga de una venganza sin retorno. Por lo que el uso de disfraces y máscaras en espacios públicos quedó prohibido (y durante largo tiempo así permaneció). No fue hasta décadas recientes que volvió el esplendor barroco de este truco de interacciones desconocidas, a reinar en la eterna ciudad acuática del Véneto.
La liberación anónima del carnaval
Encontramos en esa sensación de inmunidad, en la máscara y en la despersonalización, una vaga ilusión de salir de nuestro fatuo destino vital por unas horas, y es en ese frenesí efímero de la verbena carnal donde «las fiestas de disfraces» hayan su sino como vía de liberación más socorrida y desenfrenada.

Pero volviendo a lo ancestral, y a ese discurso con los que no están en carne y hueso con nosotros, y a ese «Seol, hijo de la aurora», subyace en estas tradiciones, aún vivas, un deseo profundo de comunión colectiva y de discurso social. Por eso nos gustan tanto. Por eso siempre es irresistible responder a la llamada del carnaval. Por eso se mantiene vivo tras muchos años de zozobra por las diásporas a las urbes que fagocitan la España vaciada a golpe de promesas y talonarios sin fondo.
Por eso nos detenemos en la mágica y ancestral tierra del Señorío de Molina. Para hablar de sus estéticos y rejuvenecidos Diablos. Los de Luzón, que volvieron de la tierra del olvido, rescatados por sus pobladores y vecinos más jóvenes, para enarbolar la identidad de su grupo social a golpe de mondadura de patata y brillante hollín color catafalco.
Es ese negro noche profundo el que viste (que no disfraza) sus figuras, en las sonoras romerías y pasacalles que acompañan saltando con el repiqueteo incesante de los cencerros y dulzainas. La llamada salvaje de esa conexión tan natural que tuvimos con la Tierra y ahora parece descontinuada.
Los diablos de Luzón
Los diablos de Luzón (Guadalajara) son uno de esos ejemplos de la España Mágica que tanto fascinó a investigadores y antropólogos de las últimas décadas. Y que ahora, recuperada como otras maravillosas fiestas tradicionales, brilla con luz propia a la par que Vijaneras, Carantoñas, Jarramplas y otros muchos ejemplos de comunión ancestral entre los seres humanos, lo divino y lo profano (guiño a Mircea Eliade).

Esta celebración, decana de la provincia y que según algunas fuentes se remonta a fechas que rozan el horizonte de sucesos de la Prehistoria, nos remite a los momentos finales de la cosecha y a la algarabía del final de la faena. El viento aventará la parva en las eras y el ciclo continuará con la vuelta de Perséfone del Hades dando comienzo a una nueva primavera. El calendario natural del planeta marca el ritmo y ordena las vidas de sus habitantes, encontrando en la mitología y las tradiciones mas atávicas una de sus más oníricas y a la vez directas expresiones.
Dicha simbolización de identidad se puede disfrutar durante los carnavales en la pequeña localidad de Luzón, y es de obligado cumplimiento, si se visita, disfrutar de la chanza de sus diablos que tiznan la cara, corren y saltan en esperpénticas posturas entre curiosos y turistas que han de dejarse pintar con la sorna de esos diablos burlones que nos miran guiñándonos un ojo, sabedores de haber rescatado del olvido una tradición de increíble valor antropológico y social.

Recordemos que el «entierro de la sardina» marca el inicio de la Cuaresma, un periodo de recogimiento y calma que precede la Semana Santa en la fe católica.
Tras los pasacalles vespertinos, ya al albur del crepúsculo e imbuidos en un largo trance musical y de altas pulsaciones, las mascaritas, que han permanecido en un silente y discreto segundo plano junto a sus diablos, acabarán sucumbiendo al frenesí ante las hogueras que palpitan en las aceras y levantan tumultuosas y erráticas pavesas de un rincón a otro de la calle, en una danza que acabará mezclando a personajes e invitados. Al final de la fiesta, las llamas perderán el vigor tras haber devorado la madera, y mascaritas y diablos volverán al silencio discreto del amanecer, hasta el año que viene.
¡Larga vida a esta Fiesta de Interés Turístico Provincial!