¿Te gusta devorar kilómetros de asfalto y visitar escenarios que se hicieron famosos en mil películas? Si la respuesta es afirmativa, este itinerario por el oeste americano cumplirá tus expectativas.
Mi avión aterriza en el mismo instante en el que el sol incendia la línea del horizonte. El termómetro marca 92ºF; en ese momento desconozco su equivalente en centígrados, pero a juzgar por la forma en la que reacciona mi cuerpo en uno de los breves momentos en los que salgo al exterior, me da la impresión de que esa temperatura convalida tres meses de estancia en el mismísimo infierno.
Junto a la cinta que dispensa el equipaje en la terminal de llegadas, un grupo de máquinas tragaperras, estratégicamente situadas para que a nadie se le pase por alto su presencia, muestra su festival de luces al ritmo de la célebre canción de Elvis Presley:
Bright light city gonna set my soul
Gonna set my soul on fire
Got a whole lot of money that’s ready to burn
So get those stakes up higher
Viva Las Vegas, Viva Las Vegas
Este conciso despliegue audiovisual es tan solo el primero de la multitud de intentos de atraer la atención de todos aquellos que parecen disfrutar al ser «desplumados». Ocasiones para ello no van a faltar en la ciudad del pecado.
Aparte de que lo que ocurra allí jamás trascenderá, en Las Vegas, lo imposible se convierte en realidad. Aunque conocida por sus réplicas de célebres monumentos, afamados casinos y espectáculos con artistas de clase mundial, Las Vegas es mucho más que su archiconocido Strip. Antes de partir hacia el corazón del Oeste americano, me dejo atrapar por la efervescencia de las infinitas luces de neón de Fremont Experience.
Esta calle conforma junto a Bourbon Street en Nueva Orleans la excepción a una regla inquebrantable en cualquier otro lugar de los Estados Unidos de Norteamérica. Ambos son los dos únicos lugares del país del Tío Sam en los que se puede beber alcohol en plena calle y no acabar la sesión con un señor con gafas de sol de espejo —hay costumbres horteras de los 80 que duran y perduran—, que enfunda su oronda figura en un uniforme de dos tallas menos, y recita del modo más peliculero tu «derecho a permanecer en silencio». Como bien sabes, «cualquier cosa que digas podrá ser utilizada en tu contra en un juicio».
Una cena en un restaurante con vistas panorámicas de esta metrópoli vibrante, inusualmente comedida en el precio, es mi siguiente plan. La ciudad está diseñada enteramente para que el visitante haga grandes dispendios en el juego, y otros aspectos como el alojamiento y la comida son más asequibles de lo que a priori se podría esperar.
Desde el lado práctico, este extremo sirve de gancho para tipos como yo, que tienen una especial aversión a las apuestas y a las actividades propias de los casinos. Como habrás deducido ya, en mi opinión, el verdadero espectáculo de este rincón occidental de Norteamérica no está bajo los focos, sino en la inmensidad que se despliega más allá de la ciudad.
De Las Vegas a la Ruta 66: nostalgia en Hackberry
Al salir de Las Vegas, la carretera se abre paso junto a la presa Hoover, capaz por sí misma de producir la electricidad necesaria para cubrir las enormes necesidades energéticas de la capital mundial de la contaminación lumínica. La siguiente etapa consiste en circular a través de vastas extensiones de desierto y con las imponentes siluetas de las montañas lejanas. Mi primera parada es en la icónica Ruta 66, una carretera impregnada de un genuino aire cinéfilo, cargada de historia y nostalgia a partes iguales. En Hackberry, un pequeño tramo parece haberse congelado en el tiempo.
Allí, una gasolinera-museo atestada de recuerdos —bombas de gasolina originales de principios del siglo XX, señales de carretera oxidadas y un Ford clásico estacionado al frente en su lucha en inferioridad de condiciones contra el paso del tiempo— me transporta a otra época. No es difícil imaginarse a Bonnie y Clyde circulando a toda pastilla por el sentido contrario de la carretera , metralleta en ristre. Fantasía aparte, es el lugar perfecto para fotografiar y empaparse de la esencia de esta icónica vía legendaria que simboliza la libertad y el espíritu de exploración americano, al más puro estilo de Dennis Hopper en Easy Rider.
El Gran Cañón: una lección de humildad
Siguiendo la ruta hacia el este, el paisaje se transforma milla a milla. Uno de los platos fuertes del viaje se intuye cerca y los parajes van aumentando gradualmente su espectacularidad. El Gran Cañón del Colorado aparece como una clase de geología en directo. Desde lo alto de su característica grieta, una gigantesca cicatriz que atestigua el efecto de la acción del agua sobre el lecho terrestre, es sencillo tomar consciencia de nuestra absoluta insignificancia.
Desde el extremo sur (South Rim), el panorama es simplemente abrumador: paredes de roca talladas por siglos de erosión, cambiando de color por segundos con el declinar del sol en las horas crepusculares. Un paseo por el Bright Angel Trail me permite conectar de cerca con este coloso natural, mientras que la vista al atardecer desde Yavapai Point ofrece un espectáculo cromático que me deja sin palabras.
Horseshoe Bend: la curva perfecta
A algo más de dos horas en coche del Gran Cañón, el río Colorado vuelve a copar todos los focos en Horseshoe Bend. Este mirador natural ofrece una vista privilegiada de un meandro en forma de herradura, donde el agua verde esmeralda contrasta con las paredes anaranjadas del cañón. La caminata de acceso es corta; el impacto visual al llegar al borde del acantilado, enorme. El viento sopla fuerte mientras observo este monumento natural, que ha sido diseñado por el artista más prolijo y tenaz de la historia: la madre naturaleza.
Antelope Canyon: pinturas de luz
En las afueras de Page, Arizona, me adentro en las entrañas del Antelope Canyon, uno de los lugares más fotogénicos del planeta. Este cañón de ranura, tallado por la acción del agua y el viento, parece un muestrario de tonos cálidos en constante cambio. Mientras, el guía navajo me conduce tocando una canción de los Red Hot Chili Peppers con su guitarra acústica.
Este hecho no sucede al azar: la agenda de visitantes está siempre repleta (conviene reservar la visita con meses de antelación) y para asegurar que hay tiempo para todos, el sonido de la música sirve al visitante de sutil aviso cada vez que toca avanzar por los angostos pasillos, después de cada breve parada. Los rayos de luz que se filtran de manera cenital convierten las paredes en lienzos vivos de los más preciosos tonos de rojo y naranja. Cada curva conforma un nuevo escenario y una nueva estrofa en las seis cuerdas del avezado guitarrista nativo americano.
Monument Valley: el corazón del Salvaje Oeste
El viaje culmina en Monument Valley, un escenario literalmente de película que guarda la viva esencia del espíritu del Lejano Oeste. Este vasto paisaje, también gestionado por la Nación Navajo, está salpicado de majestuosos monolitos de roca que se elevan hacia el cielo. Desde el mirador de John Ford Point, célebre por la película «The Searchers», o «Centauros del Desierto» en su versión castellana (no puedo dejar de carcajear por la falta de coincidencia en el título), contemplo el valle al ocaso, cuando los últimos rayos de sol bañan las formaciones con una luz dorada. Aquí, los mitos y leyendas del Oeste cobran vida, y la inmensidad del paisaje nuevamente me recuerda la insignificante levedad del ser frente a la vasta, salvaje y eterna naturaleza.
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Eu poderia publicar os textos de David Rocaberti em português no meu site? Ele reconheceu o meu trabalho fotográfico em dezembro do ano passado.