Durante el último mes del año, el sol alcanza en el hemisferio norte su máxima declinación sur, culminando este periplo en el solsticio de invierno. A partir de ahí, comienza a retroceder para acabar en el extremo opuesto de su recorrido durante el solsticio de verano (±21 junio). Al dibujo que realiza el sol durante su ciclo anual se le denomina analema (solar), y su forma es la de un «infinito» achatado en uno de sus extremos.
Estas fechas del solsticio invernal han tenido siempre connotaciones especiales en los calendarios a lo largo de la historia y esa huella ha quedado marcada tras el paso de los siglos en sus diferentes contextos culturales. Hasta nuestros días han llegado ecos de festividades como las saturnales romanas, Yule, el día del sol invicto (entrada de nuestra estrella en el signo de Capricornio) o la Navidad, y es que en torno al 21 de diciembre el día deja de acortarse y comienza un lento camino hacia el despertar, con el progresivo aumento de la luz solar jornada tras jornada.
Es en este momento de diciembre cuando comienza (en el septentrión) el invierno, reino del azul límpido del cielo, de las cumbres que amanecen completamente blancas y los paisajes boreales de ensueño. Durante esta época el paisaje está dominado por tonos fríos, auroras boreales y postales con nieve copiosa en las copas de los árboles que no han perdido la hoja.
La noche es la reina indiscutible del invierno, con una duración superior a la del día. Y es durante esta época que suceden las que, para mi, son dos de las mejores lluvias de estrellas de todo el año. Las Gemínidas (en torno al 13-14 de diciembre) y las Cuadrántidas (1-5 enero) con sus generosas decenas de meteoros/hora. Actividad no apta para personas frioleras, ya que pasar las noches de diciembre y enero al raso y en lugares despejados, requiere de una vestimenta adecuada y mucha pasión por el cielo nocturno.
La luz del cielo en invierno
Los días invernales suelen acontecer con luces tenues y soles blanquecinos. Sus atardeceres, al menos en latitudes cercanas al trópico, tienden a incendiarse en candilazos magentas y purpúreos de gran belleza que iluminan las nubes en un intenso arrebol. Inspiran días de calma y serenidad e incluso melancolía. Los amaneceres invernales dan a la naturaleza una apariencia irreal entre la algodonosa y crujiente niebla. Al anochecer, Orión, el cazador, aparece triunfante en una bóveda celeste astracanada, junto a sus canes, la constelación de Tauro y las Pléyades.
Ya avanzado el invierno, por el Este resplandece Arturo (en la constelación de Bootes), la tercera estrella más brillante de nuestro firmamento (la número uno es Sirio y está situada en el «collar» de Canis Maior). A pesar de que el centro galáctico es invisible para nuestras latitudes durante estos meses (ya que se sitúa por encima del horizonte durante el día), las constelaciones que nos acompañan adornan el firmamento una vez entrado el crepúsculo astronómico.
En el reino de las nubes se suceden violentos espectáculos que permiten observar muy diversas morfologías, incluyendo las maravillosas Undulatus asperatus y Mammatus, visibles con relativa facilidad, o inestabilidades de Kelvin–Helmholtz. Estas son algunas de las nubes más fotogénicas que existen. Los cielos de invierno oscilan entre un blanco acerado con arcoíris efímeros hasta un gris pizarroso casi borgoña en días de tormenta.
Los adornos que hibernus trae consigo
La nieve, textura por excelencia en el invierno, cubre con un manto inmaculado toda superficie y su etérea belleza refleja azules variables que van del fulgurante calipso (R0, G221, B243) al turquí (R18,G37,B98); en función de la incidencia de la luz solar. Aventurarse con la cámara a la montaña más cercana permite leer el paisaje de una manera completamente diferente, adquiriendo volúmenes y texturas suaves que contrastan con la colorimetría habitual de la naturaleza. Estas transiciones de color son un reflejo de la luz invernal, más baja y difusa, que suaviza contornos y realza volúmenes.
Es la variabilidad impredecible de esta paleta cromática, la que inspira a muchos fotógrafos/as a salir al campo durante el invierno, ya sea para captar la claridad tamizada de las latitudes extremas o la textura de la luz en días de alto contraste. Es la esfera inmutable del azul eterno y del blanco glaciar. En busca de composición entre los reflejos de las aguas congeladas. Carámbanos y témpanos se convierten en espejos deformados del paso del tiempo colgados sobre las cornisas congeladas de barrancos y glaciares.
Precisamente esa agua helada que se mantiene adherida a las hojas y la hierba (en forma de rocío) durante las primeras luces del día, la que permite obtener texturas y detalles diferentes si optamos por la macrofotografía. Ya que durante las jornadas más frías del año se puede disfrutar de esas partículas sobre elementos naturales e incluso crear burbujas de agua jabonosa que permitan observar el fenómeno de la congelación en directo.
Así, cada vez que Perséfone se «retira» al Hades a pasar los seis meses de su «penitencia», la Tierra entra en nuestras latitudes en un estadio de letargo que parece ralentizar el ritmo de la vida, aunque no sea del todo cierto. De entre las criaturas que pertenecen al cielo, las aves, hay algunas que a pesar de su diminuta estructura, soportan estoicamente las condiciones climatológicas más adversas, incluso en zonas de alta montaña, y esto es debido a varios mecanismos que les permiten continuar con su rutina, a pesar de la nieve o las bajas temperaturas, sin que sus extremidades se congelen a pesar de que se posen sobre el hielo. Adaptaciones que permiten su supervivencia en entornos extremos, como en el caso del petirrojo europeo (Erithacus rubecula), una de las paseriformes más pequeña de Europa, que apenas si alcanza los 15-20 gramos de peso. Destellos de vida de encendidos colores que salpican los días apaciguados de la temporada hiemal.
El invierno nos regala un cielo que parece hablar de inmensidad y fragilidad al mismo tiempo. Es momento de observar el firmamento, las estrellas de los cielos fríos y despejados y de las brumas que parecen navegar entre el suelo y el horizonte. De la nieve y el hielo que nos invitan a descubrir texturas y volúmenes efímeros de colores imposibles. Todo ello bajo la luz de un cielo cambiante e inspirador❄️