Fue militar, ingeniero, cartógrafo, explorador y naturalista: este aragonés universal, a menudo injustamente olvidado, es todo un ejemplo de hombre de la ilustración que dejó huella a ambos lados del Atlántico y cuya obra influyó en Charles Darwin. Recordamos su figura cuando se cumplen dos siglos de su muerte.
En apenas unos minutos, las dunas de la playa se han convertido en un auténtico pandemonio de disparos, gritos en castellano y árabe, fuego de artillería y alaridos de dolor. Un escenario de espanto, agravado por el tórrido calor del verano norteafricano –el calendario señala el 8 de julio de 1775–; más de uno, de hecho, jura para sus adentros que el infierno ha debido abrir una sucursal en Argel.
No es buen día para ser militar español, ya sea soldado raso u oficial. Uno de estos últimos, un joven teniente de infantería (ingeniero militar, para más señas) yace en la arena, con una fea herida de mosquete en el pecho. Todos pasan a su lado a la carrera, sin detenerse, intentando evitar ese mismo destino mientras esquivan los disparos berberiscos.
Un marinero que pasa por allí agazapado reconoce al teniente, se detiene, acerca su oído y comprueba con alivio que sigue con vida. Sin pensarlo dos veces, el militar saca su cuchillo, hurga con él en la herida y extrae el proyectil mientras las balas enemigas zumban en sus oídos. El improvisado cirujano acaba de salvar la vida a Félix de Azara, ingeniero militar de 33 años; gracias a su audaz intervención, Azara vivirá para convertirse en uno de los naturalistas y exploradores más destacados de su tiempo.
La forja de un ilustrado
Tres décadas antes de aquella dramática escena en Argel, y a más de mil kilómetros de allí, llegaba al mundo Félix de Azara y Perera, vástago de una familia de infanzones aragoneses radicados en la pequeña localidad de Barbuñales, a 42 kilómetros de Huesca. Al igual que sus cinco hermanos, Félix pasó los primeros años de su vida en su pueblo natal del Somontano, y apenas debió salir de allí hasta que, con 15 años, fue enviado a la capital oscense para iniciar sus estudios superiores, vigilado atentamente por su tío Mamés, maestrescuela en la Universidad Sertoriana de Huesca.
En aquellos años, en los que las primeras luces de la Ilustración comenzaban a alumbrar España, el joven Félix cursó primero los estudios de Filosofía y Artes durante dos años, y a continuación se matriculó en la Facultad de Leyes para completar su formación. Sin embargo, por alguna razón que desconocemos, Azara abandonó de improviso sus estudios de leyes y regresó a la casa solariega de la familia, donde permaneció durante dos largos años sin dedicarse a otro menester.
Las razones de esta abrupta interrupción de sus estudios superiores siguen siendo un enigma para los historiadores; en cualquier caso, la situación se resolvió transcurrido ese tiempo, cuando el joven decidió encauzar su futuro haciendo carrera en el ejército.
En septiembre de 1764, Félix de Azara se incorporó como cadete en el Regimiento de Infantería Galicia, aunque no pasó mucho tiempo en aquel destino. En agosto del verano siguiente, y quizá gracias a la intercesión del conde de Fuentes –amigo de la familia–, el joven aragonés consiguió un traslado a la Academia de Matemáticas de Barcelona, donde se formaban aquellos muchachos que aspiraban a convertirse en ingenieros militares.
El joven Félix demostró una gran capacidad para los cálculos, hasta el punto de que logró concluir sus estudios en sólo dos años, cuando lo habitual era emplear tres en dicha tarea. De este modo, en 1766 Azara salía ya de la Academia con el grado de subteniente de infantería e ingeniero delineador.
En los ocho años siguientes encadenó varios destinos y encargos, que le llevaron, por ejemplo, a elaborar cartas en varias cuencas hidrológicas –como las de Tajuña, Jarama y Henares–, y a acondicionar y modernizar las fortalezas de la isla de Mallorca. Este último trabajo agradó tanto a sus superiores que le valió un nuevo ascenso y el nombramiento como maestro de estudios de ingenieros en Barcelona.
De Argel al Nuevo Mundo
Al año siguiente, ascendido ya a teniente de infantería del cuerpo de ingenieros, Félix de Azara se tuvo que enfrentar a su bautismo de fuego en un conflicto armado. Durante décadas, los sucesivos sultanes de Marruecos habían hostigado –a menudo mediante ataques de corsarios berberiscos– tanto a las poblaciones costeras de la Península como a las posesiones españolas en el norte de África. En 1773 la situación se complicó aún más después de que el bey de Marruecos advirtiera a Carlos III de que no permitiría por más tiempo la existencia de enclaves españoles en la costa norte africana, para poco después atacar Melilla y Alhucemas.
Como respuesta, el monarca español decidió reunir una importante flota destinada a realizar una dura operación de castigo contra la plaza de Argel, entonces dependiente del sultán de Marruecos. En el imponente despliegue participaron más de 300 transportes, 17 fragatas, 6 navíos y numerosos jabeques, galeotas y lanchones, además de unos 20.000 hombres, dirigidos por el general irlandés Alejandro O’Reilly.
Entre los participantes de aquel contingente español se encontraba el teniente Azara, que desembarcó en la playa de Argel con la primera oleada de atacantes. La expedición argelina acabó en fracaso para las fuerzas españolas, y como explicábamos al principio, el militar aragonés quedó herido de gravedad, después de que una bala de mosquete le astillara una costilla a la altura del corazón.
La providencial actuación del anónimo marinero que salvó su vida permitió su rescate a bordo de una de las embarcaciones, llegando a la Península poco después. Aunque la convalecencia se prolongó durante cuatro o cinco meses, la curación total de aquella seria herida demoró varios años, pues no terminaba de cicatrizar, sufriendo continuas infecciones y expulsando pequeños fragmentos de hueso cada poco tiempo.
Mientras tanto, en 1776 Azara fue ascendido a ingeniero extraordinario y capitán de infantería, al tiempo que participaba como socio fundador en la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, una institución a la que pertenecieron también otros ilustrados aragoneses como el duque de Híjar, Ramón de Pignatelli o el conde de Aranda, entre otros.
En septiembre de 1780, curado ya casi del todo de su herida argelina, Félix de Azara fue destinado a San Sebastián –con el grado de teniente coronel de infantería–, para asegurar las fortificaciones de Urgull, pues España se encontraba de nuevo en guerra con Inglaterra. La mente de Azara, sin embargo, estaba muy lejos de allí, a miles de kilómetros y al otro lado del Atlántico.
Gracias a la documentación conservada, sabemos que el aragonés solicitó en julio de 1781 su ingreso en la Marina, posiblemente con la intención de alejarse de su plaza de aquel momento, pues las fortificaciones del Cantábrico estaban por aquel entonces al mando de O’Reilly, el mismo general que había llevado a las tropas españolas al desastre en Argel. Sea como fuere, en noviembre de ese mismo año Azara recibió la orden de presentarse con urgencia ante el embajador español en Portugal, donde le esperaba una importante misión que le llevaría fuera de España durante casi 20 años.
La aventura americana
En aquellas décadas finales del siglo XVIII, las posesiones españolas en ultramar se veían amenazadas por los intereses expansionistas de ingleses (en Norteamérica), holandeses (en la zona de las Antillas) y rusos (costa oeste de Canadá, Alaska y Estrecho de Bering), pero sobre todo por los portugueses, que llevaban décadas adentrándose con astucia en los territorios españoles de América del Sur.
Ante tal situación, el entonces secretario de Estado, José de Gálvez, encargado de la administración colonial, sugirió la necesidad de establecer con exactitud los límites territoriales de la Corona en las colonias españolas, propuesta que satisfizo al monarca, Carlos III. Se llegó así a un acuerdo con Portugal a través de la firma del Tratado de San Ildefonso (1777), en virtud del cual se establecían con claridad los límites territoriales de ambas potencias.
De aquel acuerdo surgió también el compromiso de crear una comisión mixta (la Comisión Demarcadora Sudamericana), compuesta por funcionarios españoles y lusos, encargada de limitar con exactitud las líneas de frontera en aquellos territorios. Félix de Azara fue, precisamente, uno de los cuatro encargados de dicha tarea por parte española.
Tras llegar a Lisboa en diciembre de 1781, el embajador le explicó que en breve debería partir con destino al recién creado virreinato del Río de la Plata, en compañía del capitán de navío don José Varela y Ulloa y otros dos oficiales de Marina, Diego de Alvear y Juan Francisco de Aguirre. Una vez en Buenos Aires, el virrey les informaría del cometido de su comisión, hasta entonces desconocida para ellos.
Semanas más tarde, ya en enero de 1782, el grupo de españoles embarcó en la fragata portuguesa Santísimo Sacramento –la guerra con Inglaterra hacía peligroso navegar bajo bandera española–, con destino Río de Janeiro, adonde llegaron bien avanzado el mes de marzo. Una vez en alta mar, y al cruzar cierto meridiano, Azara abrió una carta dirigida a él, en la que se le anunciaba su nombramiento como capitán de fragata de la Marina española.
La expedición llegó sin contratiempos a Río de Janeiro, y en mayo alcanzaron por fin Montevideo, donde fueron recibidos por el gobernador, Joaquín del Pino y Rozas, e informados de su complicada tarea, que debían completar en colaboración con sus homólogos portugueses. Tras casi dos años de espera en Montevideo y Buenos Aires –el aragonés comprobó pronto cómo la burocracia y la desidia iban a complicar mucho su misión–, el virrey ordenó por fin a Azara que marchase a Asunción del Paraguay, donde debía esperar la llegada de los lusitanos para emprender su tarea delimitadora.
Sin embargo, los portugueses no aparecieron –ni lo harían en los casi veinte años que Azara estuvo en suelo americano–, pues les interesaba demorar y entorpecer en lo posible la tarea acordada en el tratado, actitud que les beneficiaba a nivel territorial. Al mismo tiempo, el ingeniero y militar español comprendió enseguida que tampoco iba a recibir gran ayuda de las autoridades coloniales españolas, que no sólo ignoraban a menudo sus peticiones de ayuda para desarrollar su labor, sino que en muchas ocasiones saboteaban directamente sus intentos por completar su misión.
La corrupción campaba a sus anchas entre funcionarios y grandes hacendados, por lo que Azara concluyó que, ya que estaba “atrapado” en Sudamérica por tiempo indefinido, lo mejor era intentar cumplir con su tarea dentro de lo posible, pero sobre todo dedicar sus esfuerzos a alguna labor que resultase de provecho para la Corona al tiempo que enriquecía sus ansias de conocimiento, espoleadas por su espíritu ilustrado. Años más tarde, él mismo describiría así aquella situación:
«Llegué a la Asunción, capital del Paraguay, donde supe que no había portugueses esperando, ni noticias de ellos (…) yo sospechaba con bastante fundamento que dichos portugueses tardarían en llegar, y aunque en consecuencia mi demora en el Paraguay sería dilatada, no se me habían dado instrucciones para este caso, y me vi precisado a meditar sobre la elección de algún objeto que ocupase mi detención con utilidad.
Desde luego vi que lo que convenía a mi profesión y circunstancias era acopiar elementos para hacer una buena carta, sin omitir lo que pudiese ilustrar la geografía física, la historia natural de las aves y cuadrúpedos, y finalmente lo que pudiera conducir al perfecto conocimiento del país y sus habitantes».
De este modo, Azara se dispuso a cumplir en lo posible su misión de trazar planos y mapas de las posesiones españolas en tierras americanas, pero al mismo tiempo dejar testimonio escrito de sus características geográficas, la variedad de su fauna y su flora, así como de las costumbres y lengua de los indígenas. Así surgió la figura de Félix Azara como naturalista, antropólogo y explorador.
Un naturalista hecho a sí mismo
De este modo, y sin dejar de lado su tarea como cartógrafo e ingeniero –Azara trazó numerosos mapas, reforzó construcciones en distintos asentamientos e incluso estableció nuevas localidades en tierras de frontera con los portugueses–, el aragonés aprovechó la mínima oportunidad para partir de viaje, casi siempre en secreto, y cubriendo todos los gastos de su propio bolsillo.
En los años que siguieron realizó al menos once viajes por los territorios que hoy forman Argentina, Paraguay, Uruguay y parte de Brasil, en los cuales se dedicó con esmero a observar, describir y catalogar centenares de especies de aves, reptiles, mamíferos y plantas, muchas de ellas todavía desconocidas.
Curiosamente, Azara carecía de formación científica en este campo y, de hecho, ignoraba por completo el sistema de clasificación de Linneo, por lo que anotaba en sus cuadernos el nombre indio de animales y plantas. Tampoco contaba con bibliografía alguna para comparar y verificar sus impresiones, y no fue hasta años más tarde, en Buenos Aires, cuando pudo adquirir una copia de la Historia Natural de George Louis Leclerc, conde de Buffon, una de las autoridades de la época en la materia.
Pese a sus carencias en este sentido, Azara se reveló como un naturalista de gran rigurosidad, dotado de una enorme capacidad de observación y espíritu crítico. Aunque le preocupaba cometer errores debido a su falta de formación en este campo, no dudó en corregir y puntualizar algunas aseveraciones de Buffon, que en muchos casos hablaba en base a datos indirectos, mientras el español establecía hipótesis y teorías apoyándose en observaciones propias y utilizando el método empírico.
Aquel contacto directo con todas aquellas especies, y su afilada capacidad de análisis y reflexión le llevaron a superar al sabio francés en algunos aspectos, hasta el punto de que se anticipó en 60 años a algunas ideas “evolucionistas” de Charles Darwin. No es de extrañar, por tanto, que el naturalista inglés –poco dado a mencionar en sus obras a otros autores– le citase a menudo en varios de sus trabajos, tanto en Viaje de un naturalista alrededor del mundo como en el célebre El origen de las especies.
Azara intentó también, dentro de sus limitados medios, reunir y recopilar una colección con los especímenes que iba encontrando a su paso durante su aventura americana. Así, en 1789 envió al conde de Floridablanca un cargamento con más de 400 pájaros conservados en alcohol, para que éste los entregara al Gabinete Real de Historia Natural de Madrid.
Sin embargo, el vicedirector de la institución, José Clavijo y Fajardo, decidió arrojar todo aquel valioso material a la basura, argumentando que dichas aves venían catalogadas con su nombre indio, y no empleando la clasificación linneana. En realidad, la razón de aquel insólito gesto no era otro que la envidia, pues Clavijo era traductor de la obra de Buffon al castellano, y Azara había osado corregir y cuestionar al noble y naturalista galo.
Regreso al hogar
Durante todo este tiempo, Azara compaginó su pasión naturalista y geográfica con sus labores oficiales. En 1796, por ejemplo, viajó hasta la frontera pampeana con la misión de revisar y reforzar sus líneas defensivas. Además, se le encomendó también la fundación de nuevas poblaciones a lo largo de la frontera entre Brasil y el actual Uruguay, con la intención de que dichos asentamientos sirvieran para frenar el avance portugués.
Una de estas poblaciones fue San Gabriel de Botoví –hoy perteneciente al estado brasileño de Río Grande do Sul–, que fundó en el año 1800 y donde contó con la ayuda de José Gervasio Artigas, el futuro prócer de la patria uruguaya, que en aquel entonces pertenecía al cuerpo de blandengues, una milicia criolla del Río de la Plata.
En 1801 Azara se encontraba en aquellas tierras de la Banda Oriental cuando recibió una carta oficial en la que se le concedía permiso para regresar a España. Tras diecinueve largos años en tierras americanas, Azara embarcó sin demora para volver a Europa lo antes posible. Unos meses más tarde viajó a París, donde su hermano José Nicolás ejercía como embajador –ver anexo–, y gracias a sus contactos fue recibido por algunos de los científicos más sobresalientes del continente europeo.
Ese mismo año, y de nuevo gracias a su hermano, Azara publicó en París su primera obra, Apuntamientos sobre la historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata, que fue acogida con entusiasmo y le abrió las puertas del Museo de Historia Natural, convirtiéndose en protegido del mismísimo José Bonaparte. En los años siguientes verían la luz el resto de sus obras: Apuntamientos para la historia natural de las Paxaros del Paraguay y Río de la Plata y Viajes por la América meridional.
Para entonces su fama y prestigio había aumentado de forma notable, hasta al punto de que recibió la oferta de convertirse en virrey de Nueva España, lo que rechazó. También fue nombrado general de brigada, pero Azara tenía ya otros planes: solicitó el retiro voluntario y se refugió en su Barbuñales natal, compartiendo la casa familiar con su hermano Francisco Antonio. Desde allí mantuvo correspondencia con distintos eruditos de su tiempo, y participó activamente en su querida Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País.
Cuando estalló la Guerra de la Independencia, se vio ante una difícil encrucijada: auxiliar a sus compatriotas o tomar partido, como ilustrado y liberal, por su amigo José Bonaparte; finalmente se decantó por colaborar con Palafox, financiando a las tropas de la resistencia. Cuando las tropas francesas invadieron sus tierras se refugió en Barbastro y Huesca, y acabada la guerra presentó sus respetos a Fernando VII. Pese a todo, su espíritu liberal nunca flaqueó, como demuestra su desprecio al régimen absolutista, que le llevó a rechazar la Orden Americana de Isabel la Católica, que quisieron otorgarle en 1815.
Azara pasó sus últimos años en Barbuñales, rodeado de notas, mapas y dibujos realizados durante su etapa americana. Allí, en el Somontano oscense, le alcanzó la muerte en octubre de 1821, convertido ya en una destacada autoridad en cuyos trabajos se apoyarían, años después, multitud de estudiosos y amantes de las ciencias naturales.
UN LINAJE DE GRANDES FIGURAS
Como linaje de infanzones aragoneses, los vástagos del matrimonio Azara-Perera destacaron en distintos ámbitos de la sociedad de su época. Además de Félix, que sobresalió como cartógrafo, explorador y naturalista, sus otros hermanos también gozaron de prestigio y buen nombre. El más célebre de todos ellos –superando en mucho al propio Félix– fue José Nicolás, nacido en 1730.
Este Azara alcanzó importantes cotas de fama y poder, pues no en vano se convirtió en un destacado diplomático al servicio de los Borbones (Carlos III y Carlos IV), además de ser uno de los ilustrados más respetados de su época. Como embajador de España en París, José Nicolás entabló amistad con monarcas de toda Europa (Federico de Prusia, Catalina de Rusia, José II de Austria), varios pontífices (ejerció también de agente español ante el papa Clemente XIV) y tuvo una estrecha relación con Napoleón y su hermano José Bonaparte.
Además, destacó también como mecenas –financió al pintor Antonio Rafael Mengs–, editor –publicó ediciones de autores clásicos como Virgilio, Tíbulo, Horacio…–, e incluso participó en excavaciones arqueológicas, como las de Tívoli.
En cuanto al resto de hermanos, el mayor de todos, Eustaquio (nacido en 1727) ocupó las cátedras episcopales de Ibiza y Barcelona, mientras que Mateo se convirtió en auditor de la Real Audiencia de la Ciudad Condal. Lorenzo, por su parte, fue profesor en la Universidad de Huesca y deán del cabildo catedralicio.
La única hija del matrimonio, Mariana, no tuvo oportunidad de sobresalir –las mujeres quedaban relegadas únicamente al matrimonio en aquella época–, pero sus hijos sí lo hicieron: Dionisio Bardají fue cardenal, Eusebio llegó a ser ministro de Estado, y Anselmo se convirtió en célebre y respetado marino. El más joven de los hermanos Azara, Francisco Antonio, ostentó el título de marqués de Nibbiano (heredado de José Nicolás), y ocupó el cargo de alcalde de Barbuñales y regidor decano del Ayuntamiento de Huesca.
UN LEGADO ETERNO
Además de sus ensayos sobre historia natural, geografía y etnografía, y decenas de dibujos, planos y mapas de la Península y el continente americano, Félix de Azara ha pasado a la historia a través de la nomenclatura científica. De hecho, varias especies de aves y roedores llevan hoy su nombre: el pijuí de Azara o chamicero piscuís (Synallaxis azarae), ave sudamericana; el ratón de pastizal pampeano o ratón de Azara (Akodon azarae) y el tuco-tuco pampeano (Ctenomys azarae) son algunos de ellos, bautizados así en su honor por otros naturalistas.
Además, el nombre de Azara también “brilla” en la Luna, pues una de las crestas de nuestro satélite lleva su nombre: Dorsum Azara. A todo lo anterior hay que sumar multitud de calles, plazas y avenidas que recuerdan su memoria en Argentina, Uruguay y Paraguay, los territorios que recorrió durante años, llevado por la pasión del conocimiento.
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