Los restos de un avión siniestrado reposan en una aislada playa de la isla de hielo y fuego. El reluciente fuselaje destaca de manera dramática frente a los tonos oscuros y austeros de la arena volcánica. El paisaje, a la vez desolador y sobrecogedor, invita a reflexionar sobre cómo un lugar marcado por la tragedia puede poseer una belleza tan impactante.
El inhóspito y salvaje litoral de Sólheimasandur, en Islandia, fue testigo de excepción de un terrible accidente aéreo. Hace algo más de medio siglo, exactamente el 24 de noviembre de 1973, lo que comenzó como un rutinario y breve vuelo —cuya misión consistía en llevar algunos suministros a la estación de radar de Stokksnes—, terminó convirtiéndose en una lucha por la supervivencia. La aeronave, un DC-3 de las fuerzas aéreas norteamericanas, se vio forzada a un aterrizaje de emergencia. Dos versiones contradictorias explican las causas del mismo: la primera habla de un fallo humano al cargar combustible; la segunda, de las inclemencias del tiempo.
Independientemente del motivo del siniestro, tras un abrupto e interminable descenso, el avión acabó afrontando su trágico destino, e impactó bruscamente contra el suelo. Gracias a la pericia del piloto, tras arrastrarse durante varios centenares de metros —dejando tras de sí un tupido rastro de polvo, humo e innumerables piezas descompuestas del fuselaje—, la aeronave se detuvo.
Por suerte, los diminutos fragmentos de piedra pómez que forman la playa de Sólheimasandur actuaron de pista improvisada, amortiguando en gran medida la colisión. El tren de aterrizaje estalló en mil pedazos tan pronto como la nave tocó tierra, y fue su base de metal la que consiguió deslizarse, abriéndose paso sobre la arena como un cuchillo caliente atravesando un compacto bloque de mantequilla.
A bordo de la otrora imponente aeronave, convertida de un instante a otro en un amasijo de hierros, viajaban siete tripulantes. Milagrosamente, todos ellos sobrevivieron al impacto. Es difícil imaginar la angustia de estas personas al saberse al borde de un desenlace fatal. Al salir de los restos destrozados del avión, se encontraron con el crudo, bello y surrealista panorama de la costa islandesa. Contra todo pronóstico, la vida les daba una segunda oportunidad.
La fortuna de la tripulación, que logró sobrevivir al accidente, y el abrupto paisaje, que pareciera haber sido sacado de una película de ciencia ficción, han convertido los restos del fuselaje en un reclamo turístico; desgastados por el tiempo y los elementos, son ahora un poético símbolo de la resistencia ante la adversidad. Personas de todo el mundo viajan a Islandia para contemplar su belleza agreste y empatizar con aquellos que, en aquel frío día de noviembre, tuvieron la inmensa suerte de «vivir para contarlo».
Cómo llegar
El lugar del siniestro se encuentra dentro de los límites de una propiedad privada de libre acceso a través de una pequeña verja. Un tortuoso sendero de unos cuatro kilómetros conduce hasta el avión desde la carretera principal. Si optamos por ir caminando, el recorrido —aunque desafiante en épocas de mal tiempo—, hará que la llegada sea aún más impresionante. En medio de la vasta planicie de arena negra, la cabina abandonada ofrece una perspectiva única de la paradójica belleza de la decadencia. El viajero se encontrará cara a cara con una invitación a reflexionar acerca de la fragilidad y fortaleza del ser humano.
Para los menos aventureros, a cambio de 21€, un autobús todoterreno los conducirá al lugar en unos pocos minutos, junto a un nutrido grupo de personas que hará que el sitio parezca una atracción de feria. A buen seguro, el ávido lector habrá concluido que el que suscribe estas líneas recomienda la primera opción.
Más información: Visit Iceland
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