Viajamos hasta el país asiático para descubrir uno de los rincones más sorprendentes de su geografía, envuelto en la leyenda y el misterio.
El cielo estaba totalmente oscuro. La ausencia de luna hacía destacar las estrellas como luces de neón en una gran avenida. El clima, perfecto; no quedaba ni un atisbo de las altas temperaturas del día anterior. Una suave brisa acariciaba suavemente mi piel mientras avanzaba hacia el inicio de la ruta de Pidurangala Rock, la cima de una colina que hace las veces de mirador, que se alza a unos imponentes 340 metros sobre el nivel del mar. Sabía que la ascensión sería exigente, pero la promesa de unas vistas únicas me hizo encararla con la mejor actitud.
Los primeros metros de la subida me llevaron a curiosear un pequeño templo budista a pie del camino. Antes de continuar y como muestra de respeto, me quité los zapatos, siguiendo la costumbre habitual. Con cada paso, el pulido suelo pétreo, tibio aún por el calor del día anterior, me recordaba la importancia de la conexión con el entorno. Tras dejar atrás el santuario, comenzó el verdadero desafío: los más de 500 empinados escalones que componen —como diría Paul McCartney—, el largo y tortuoso camino. Las piedras, irregulares y desgastadas por el tiempo hacían que, al menos al principio, cada paso requiriera mi máxima concentración.
A medida que ascendía, el cielo empezaba a mostrar los primeros signos de luz. La suave brisa del inicio se convirtió en un fuerte viento racheado, trayendo consigo el aroma fresco de la densa vegetación que me rodeaba, mientras las estrellas comenzaban a desvanecerse. Tenía la certeza de que todo valdría la pena, que la vista desde la cima me recompensaría por cada una de las numerosas gotas de sudor derramadas por el camino.
Finalmente, tras un último y agónico esfuerzo, llegué a un páramo desde el que pude divisar la imponente Sigiriya a lo lejos, también conocida como Lion Rock, envuelta en una tenue neblina matutina. Esta antigua fortaleza y palacio, construida en el siglo V por el rey Kasyapa, se alza sobre una formación rocosa que destaca notablemente sobre la frondosa jungla de la antigua Ceilán.
Un grupo de bulliciosos monos interrumpió el atronador sonido del silencio. Uno de ellos parecía llevar la voz cantante en la discusión, como el típico jefe puntilloso que exige resultados a sus subordinados una empresa de cualquier gran ciudad. Tras observar la situación llegué a la conclusión de que el causante de la disputa era un ejemplar muy joven, de semblante pícaro y entrañable.
Al mismo tiempo, un perro mestizo de apariencia sana y perezosa, permanecía ajeno al acalorado reproche del macho alfa del grupo de primates. Los primeros rayos del sol de la mañana resaltaban su suave pelaje, dándole un tono rojizo a su tez. Tenía aspecto afable y era de tamaño mediano, no mayor que un husky. Desde una prudente distancia me observaba con curiosidad con sus ojos color canela, al mismo tiempo que yo recuperaba el resuello, jadeando en gran medida por el esfuerzo. Tanto para él como para los ruidosos monos, esas vistas forman parte de su vida cotidiana, otro día más en la oficina.