No se sabe cuántas mujeres son acusadas de brujería en Burkina Faso: sí se sabe que muchas de ellas son pobres y ancianas. No hay estadísticas. El Gobierno dispone desde hace años, de centros donde acaban recalando para malvivir en situaciones de penuria.
Hablemos de insultos, hablemos de brujas… En su día las quemaron en la hoguera, no hacía falta tener ningún poder extraño para arder en la pira, bastaba con tener ideas diferentes o ser contestatarias, no ser dóciles. Hoy, en nuestra sociedad occidental no va a ningún lado que te llamen bruja, pero en otras latitudes puedes jugarte el pellejo. Es el caso de Burkina Faso, uno de los países más pobres del mundo según la ONU.
El diccionario de la RAE da varias definiciones para bruja: «Embrujador, que hechiza» (…) «Persona a la que se le atribuyen poderes mágicos obtenidos del diablo. Hechicero supuestamente dotado de poderes mágicos en determinadas culturas. En los cuentos infantiles o relatos folclóricos, mujer fea y malvada que tiene poderes mágicos que generalmente puede volar montada en una escoba. Mujer que parece presentir lo que va a suceder. Mujer de aspecto repulsivo. Mujer malvada». Nos queda claro: si eres bruja eres mala y es muy probable que seas fea. Nótese que el diccionario no atribuye esa categoría de fealdad cuando se refiere a los hechiceros o brujos… Qué importante el lenguaje, ¿verdad?

En Burkina Faso si eres bruja eres todo lo anterior y más. Hay grandes papeletas de que también seas pobre. Y vieja, perdón por este vocablo tan políticamente incorrecto, sabiendo que allí, con una esperanza de vida de 56 años, una es vieja con 40, obviamente.
Burkina Faso, colonia francesa hasta 1960 (puede parecer muy lejano, pero no), antes se llamaba Alto Volta hasta que el presidente Thomas Sankara lo renombró como Burkina Faso en 1984, término mooré que significa «patria de los hombres íntegros». Un buen naming, sin duda, aunque luego la integridad haya que desarrollarla día a día y eso es otro cantar…
Íntegros o no, al presidente Sankara se lo quitaron del medio en 1987, y el territorio parece seguir sumido en una pobreza extrema y en una situación convulsa con golpes militares cada dos por tres. El 80 % de la población vive en el medio rural, en el país hay pocas carreteras y la tasa de alfabetización general es del 34%, según los últimos datos de la Unesco. No es de extrañar que con este caldo de cultivo gran parte de la población siga creyendo en brujería a pies juntillas.
El Gobierno, consciente de este problema que obliga a muchas mujeres a huir de sus poblados, puso en marcha en su día refugios públicos en distintas zonas donde se recibe a las denominadas mangeuses d’âmes, «comedoras de alma», como se denomina a las mujeres acusadas de brujería.

Decíamos que muchas se ven obligadas a huir de sus hogares, dejando atrás familias y escasas posesiones, así que podríamos decir que las que recalan en estos refugios tienen suerte. Hay otras mucho menos afortunadas que acaban en el hoyo por ser brujas, malvadas y feas. ¿Quiénes las acusan? No vayan a pensar que solo sus maridos. También las acusan otras mujeres (menos competencia de cara a recibir la atención del hombre de la casa o de cara simplemente a sobrevivir cuando la comida escasea), vecinos, familiares diversos, incluso hijos…
Ser acusada de brujería te lleva a una mayor pobreza de la que ya puedas sufrir y, además, es sinónimo de exilio social: una vez sucede, tu familia debe cortar los lazos. Pobre, anciana, sola y bruja.
Visitamos uno de estos centros, la denominada Cour de Solidarité du secteur 12, cerca de Ouagadougou. Los recursos escasean, solo se hace una comida al día, habitualmente el tô, una poco apetitosa masa de harina de mijo o maíz. Tampoco hay dinero para comprar medicinas. Hace unos años se colocó en el recinto un hangar donde las mujeres pueden estar juntas porque hasta entonces permanecían en sus cuartos, a menudo, compartidos. Tienen una cocina en común y su única actividad es trabajar el algodón: con lo que sacan por su venta compran alimentos: arroz, patatas…

En otros centros, los que están dirigidos entre el Estado y oenegés, sí que puede haber actividades extras para mantener ocupadas las mentes. No en la cour de solidaricé du secteur 12, donde se encontraba, por ejemplo, Pauline Sawadogo que falleció un año después de realizar este reportaje.
En la vida practicó magia alguna, ni negra ni blanca. Ni cortó cuellos a gallos. Desde que entró en el centro no supo más de su familia. Sus curtidas manos solo conocieron el trabajo: con los animales, la tierra y el algodón. Cuando la visitamos nos contó en mooré que apenas veía, se mostraba feliz de recibir una visita, aunque fuera de desconocidas: mientras estuvimos con ella se nos acercó otra mujer que compartió con nosotras su patata. Aquí visitantes hay muy pocos, somos perlas raras, porque ¿quién querría compartir un plato de arroz con unas brujas? Obviamente, nadie: hasta los vecinos del centro evitan pasar por allí.

La acusación de brujería recae sobre todo en mujeres, pero también puede ir contra niños con alguna malformación física o psíquica, contra hombres con trastornos mentales… aunque son ellas quienes se llevan la palma: «El 88 % de los que están en estos centros son mujeres, casi un 98 % de ellas analfabetas (con cónyuges que también lo son). Un 75 % tiene más de cincuenta años, la mayoría suele ser además la primera esposa (un 52 % de la población es musulmana, es habitual que el hombre tenga, de media, entre cuatro y cinco esposas)», explican en el Ministerio de Asuntos Sociales.

Madeleine Sawadogo también está en el centro. «Cuando mi marido falleció, mi familia política me echó. Tengo cuatro hijas, solo chicas, y esto está mal visto y es sospechoso de brujería. Me acusaron de haberme comido el alma de mi marido y como mis hijas eran grandes y yo no tenía ocupación, fue la excusa para librarse de mí», relata en el patio del centro. No ha vuelto a ver a sus hijas. «Me gusta estar aquí, estamos entre mujeres, el problema son los medios, que son muy escasos», añade.
Los argumentos más banales pueden ser utilizados para una acusación de brujería: no haber tenido hijos. Haber tenido solo hijas. La muerte o enfermedad del marido. La muerte de uno de los hijos. Una malformación física, o incluso, ser longeva. Koudbi Kafanolo tiene una piel aterciopelada y sin arrugas que sería la envidia de cualquier anciana en Occidente. También fue a parar a este centro tras la muerte de su esposo: «Fui víctima del suengo a pesar de que mi marido ni compartía ni aprobaba esas prácticas», explica.
El suengo es un ritual que consiste en que, a la muerte del esposo, los hombres del pueblo portan el cadáver y este les guía, de manera irrefutable, hacia el culpable de su muerte… Huelga decir que las culpables suelen ser las mujeres, que no pueden defenderse de la acusación de brujería.
Kafanolo fue advertida por uno de sus hijos del ritual del suengo y huyó antes de que tuviera lugar. Muchas son las que, si el cónyuge enferma y no hay visos de mejoría, huyen antes de que la posible acusación se materialice porque en muchos casos se están jugando el físico: palizas, linchamientos, incluso muerte.
¿Cuántas personas han muerto víctimas de estas acusaciones? Ni se sabe, no hay estadísticas. ¿Cuántas han tenido que huir de sus pueblos? Se desconoce el dato. Como reconocen en el Ministerio, los centros de acogida públicos o los gestionados por oenegés son solo la punta del iceberg.