Durante siglos, cuando la Medicina era poco más que una serie de procedimientos e ideas pseudocientíficas y supersticiosas, Europa asistió al auge de una “moda” insólita y macabra a partes iguales: boticas de todo el continente se llenaron de preparados a base de carne de momia, grasa, huesos y sangre humana… Medicamentos cuyo consumo rozaba la antropofagia.
Cuando oímos la palabra “momia”, casi todos imaginamos un cadáver del Antiguo Egipto, conservado a pesar del paso de los siglos gracias a las técnicas de embalsamamiento. Muy pocos saben, sin embargo, que este término tiene un origen singular, cuyas implicaciones van más allá de las puramente lingüísticas pues, por insólito que parezca, su uso está vinculado con una de las prácticas más macabras y esperpénticas de la historia de la Medicina: durante varios siglos, desde la Edad Media y hasta el siglo XIX, incontables médicos y cirujanos de toda Europa recomendaron el consumo de carne humana momificada para tratar los más variados padecimientos, desde simples dolores de cabeza hasta enfermedades más serias, como la epilepsia.
Una costumbre que, vista con los ojos actuales, resulta al mismo tiempo repugnante y éticamente reprobable, pero que sólo es la punta del iceberg de una serie de prácticas de supuesto uso terapéutico que los historiadores han bautizado como “medicina caníbal” o “canibalismo medicinal”.
Historia de una confusión
Todo comenzó en la Antigüedad clásica. En aquellos tiempos, y gracias a las recomendaciones de médicos de la época como el griego Dioscórides (siglo I a.C.) o Galeno de Pérgamo (siglos II y III d.C.), se hizo popular el uso de ciertos materiales orgánicos derivados del petróleo, como el betún de judea (Judaicum bitumen), con fines medicinales, con el fin de tratar distintos tipos de dolencias, en especial heridas y fracturas. El éxito comercial de aquella práctica provocó el agotamiento de dicha sustancia en tierras de Palestina, por lo que los comerciantes, que querían seguir explotando aquella fuente de beneficios, buscaron un sustituto para mantener su lucrativo negocio.
En su búsqueda, hallaron una sustancia similar en algunas cuevas de la antigua Persia –actual Irán–, un material que en la lengua local se denominaba mūm. Cuando siglos más tarde el islam extendió sus dominios por numerosos territorios, incluyendo la antigua Persia y Egipto, los musulmanes se percataron de las similitudes entre aquella sustancia resinosa llamada mūm y la que rezumaba de algunos cadáveres momificados por los antiguos egipcios. Los autores musulmanes, cuya medicina se basaba en gran medida en la de los clásicos, comenzaron a usar el término árabe mūmiyā para referirse a este material, que acabaría latinizándose tiempo después como mumia.
Durante varios siglos, el uso del citado betún se hizo de nuevo popular con fines terapéuticos, por lo que el consiguiente éxito comercial agotó, una vez más, las existencias de aquella rudimentaria medicina. Había que encontrar una nueva fuente de suministro y, en algún momento, alguien cayó en la cuenta de que los cadáveres egipcios embalsamados rezumaban una sustancia parecida, por lo que se comenzó a extraer para su venta como preparado medicinal.
Por último, en torno al siglo XI, y fruto de algunas traducciones latinas erróneas de textos en árabe, en Europa acabó malinterpretándose el término mūmiyā, y por extensión su equivalente latino mumia. Los galenos musulmanes empleaban esta palabra para referirse sólo a la sustancia resinosa encontrada en los cadáveres, pero una deficiente traducción llevó a pensar a los europeos que designaba también a los cuerpos completos. Así, por una confusión, el término mūmiyā / mumia pasó a utilizarse con el sentido actual.
Pero más allá de esta curiosidad lingüística, aquel error supuso el inicio de una práctica insólita: para los médicos europeos, no sólo la resina o betún tenía propiedades curativas, sino también los cuerpos de las momias. Y así, en la Europa medieval, pacientes de todo tipo y condición comenzaron a ingerir fragmentos de momia con la esperanza de sanar sus males. Una costumbre que se prolongaría durante siglos, formando parte de la farmacopea occidental, mezclando “ciencia” y magia hasta casi la edad contemporánea…
Momias en la botica
Uno de los introductores y partidarios más tempranos del uso de mumia en Europa fue el monje Constantino el Africano, un musulmán cartaginés convertido al cristianismo que, en la Italia de los siglos XI y XII, acabó gozando de una notable fama como sabio, especialmente en cuestiones médicas. En sus textos, Constantino alababa las propiedades benéficas de la mumia procedente de cadáveres –frente a la de origen mineral– para tratar dolencias como hemorragias internas, fracturas de cráneo o problemas en los órganos internos.
En la península ibérica, una de las primeras menciones en castellano antiguo se remonta a 1386, fecha de El libro de las aves de caça, de Pedro López de Ayala, quien se hacía eco de las cualidades de «la momia que tienen los boticarios (…) fecha de carne de ome conficionada, aconsejada para curar las heridas de halcón». Unos cincuenta años más tarde, otro español, el célebre viajero Pedro Tafur, autor de una conocida crónica de “viajes y andanças”, hacía alusión en sus páginas a esta «carne de ombres que mueren allí [en Egipto], é con la gran sequedad non podresçen, mas (…) queda la persona entera é seca, tal que se puede moler».
Esta descripción de Tafur nos da una referencia de cómo se elaboraba el preparado de mumia para su consumo: molida y convertida en polvo, para así proceder a la mezcla definitiva con otros ingredientes, como hierbas de distinta clase, arroz lavado, ruibarbo y vino, de forma que su ingesta fuera más “agradable”.
La comercialización en los reinos peninsulares de un remedio tan singular –y horripilante– se vio favorecida por dos vías de contacto: por un lado, las relaciones que mantuvo el rey Alfonso X con los gobernantes de Egipto y, por otro, mediante el establecimiento de una embajada de la Corona de Aragón en Alejandría, durante el reinado de Jaime I el Conquistador.
Con buen ojo para los negocios, comerciantes egipcios y europeos establecieron una provechosa relación comercial traficando con la carne de mumia, que obtenían desenterrando cadáveres de tumbas ubicadas en lo que se conocía como “campo de las momias”, a unas siete leguas de El Cairo.
Este tipo de empresas, sin embargo, no estaban exentas de riesgos. En el siglo XV, el tráfico de mumia se había vuelto tan abundante que las autoridades egipcias comenzaron a perseguir a los profanadores de tumbas. En 1420, por ejemplo, varios de estos ladrones de momias fueron juzgados y condenados a prisión por desenterrar momias y cocerlas en agua hirviendo para extraer un aceite que vendían a mercaderes extranjeros. Peor suerte sufrió otro comerciante un siglo más tarde, cuando fue ejecutado por vender momias completas a cristianos.
A pesar de estos peligros, el negocio era tan lucrativo –en el siglo XV se vendía el quintal de mumia a 25 piezas de oro– que no dejó de crecer durante décadas. En 1583, por ejemplo, la compañía británica Levant Company estableció una sucursal en El Cairo con la intención principal de suministrar carne de momia a sus delegaciones de toda Inglaterra, y así abastecer a las boticas de todo el país.
Del éxito a la condena
Los tratamientos “médicos” a base de mumia siguieron gozando de éxito con el paso del tiempo, alcanzando un máximo de popularidad en los siglos XVI y XVII. En España, por ejemplo, donde también se conocía a este peculiar medicamento como carnemomia, estudiosos respetados del siglo XVI como Bernardino de Laredo, autor de una famosa farmacopea castellana (el Modus faciendi cum ordeni medicandi) se hicieron eco de ella. Un éxito al que contribuyeron eruditos de la época, como el filósofo italiano Marsilio Ficino, o el médico, astrólogo y alquimista suizo Paracelso, quien consideraba a la mumia como «semilla de la vida», pues «Dios había dado al hombre su propio bálsamo para curarse», y recomendaba su administración para tratar enfermedades como inflamación del bazo y pleuresías, pero también dolencias menores como flatos o exceso de gases.
Así, no es de extrañar que incluso las clases socialmente más pudientes, y por lo general más cultivadas, se dejaran seducir también por este consumo indiscriminado de “medicina caníbal”. Un buen ejemplo es el del rey Francisco I de Francia, auténtico convencido de las bondades de la mumia para tratar cualquier tipo de herida, hasta el punto de que nunca salía de viaje sin una buena cantidad de preparado. También varios médicos de la corte de nuestro Felipe II, como Bernardo de Quirós, recomendaban la administración de polvos de momia mezclados en vino, atribuyéndole cualidades curativas.
Con el éxito de aquellas prácticas llegó también el desabastecimiento de materia prima, cada vez más escasa y difícil de conseguir. Esta circunstancia propicio la aparición de numerosas falsificaciones más o menos elaboradas, cuestión que preocupó a los médicos y especialistas de la época, que abogaban por el uso de “auténtica mumia”. En 1523, por ejemplo, el farmacéutico Fernando de Sepúlveda, en su obra Manipulus medicinarum, denostaba «la carne de momia que venden los boticarios, que son cadáveres de pobres cocidos en asfalto y pez» y otros autores recomendaban el uso de “momia genuina” o mumia vera aegyptiaca (mumia egipcia verdadera).
Por aquel entonces, la mayoría de los eruditos consideraban la efectividad de la carnemomia como «cosa probada», y afirmaban sin dudas que la egipcia era la mejor de todas, frente a las falsificaciones y las mumiasobtenidas de cadáveres embalsamados en otras culturas o de forma natural.
Pero no todo el mundo consideraba aquella práctica como válida y eficaz. Ya a mediados del siglo XVI, el médico y naturalista francés Pierre Belon mostró su rechazo al consumo de cadáveres humanos, y se esforzó por explicar la confusión que se había iniciado siglos atrás entre la mumia mineral –el bitumen o betún de Judea– y la procedentede fragmentos de cuerpos momificados.
También el ocultista y sabio alemán Cornelio Agrippa destacó como un feroz crítico de esta práctica, calificando a la mumia y sus derivados de «extraños y toscos medicamentos», y criticando el uso de «grasa humana y carne de hombres embalsamados en especias, que llaman momias».
Sin embargo, a pesar de las críticas y de las cada vez más abundantes falsificaciones, hombres y mujeres, pobres y ricos, cultos e iletrados, todos ellos, durante varios siglos más, siguieron recurriendo, muchas veces desesperados por sus dolencias, al consumo de esta medicina caníbal que, lejos de limitarse a la ingesta de mumia, abarcaba también otro tipo de tejidos, fluidos y huesos de origen humano…
Cráneos, sangre y grasa humana
En pleno apogeo de su consumo, en los siglos XVI y XVII, el precio de mumia, en especial la genuina, no estaba al alcance de todos los bolsillos. Tan sólo las clases más pudientes, como nobles, monarcas y adinerados comerciantes, podían permitirse tan lujosa “medicina”. Así que no es de extrañar que tanto los boticarios –siempre dispuestos a ampliar el negocio– como sus clientes, no hicieran ascos a la hora de consumir otros preparados curativos, aunque tuvieran su origen en otros seres humanos.
Ya en la Antigüedad clásica, algunos pacientes, como los aquejados del “mal sagrado” (epilepsia) buscaban curar su dolencia consumiendo sangre humana lo más fresca posible. Varios autores clásicos, como Plinio el Viejo, hacen referencia a esta práctica, y durante la Antigua Roma era habitual que algunos enfermos bajasen a la arena de los anfiteatros para, tras la muerte de un gladiador, beber la sangre aún caliente de los fallecidos. Los gladiadores eran la fuente de suministro perfecta, pues por lo general se trataba de hombres jóvenes, fuertes y sanos hasta el momento de su muerte violenta.
Siglos más tarde, en pleno Renacimiento, la práctica volvía a estar de moda. El ya citado Marsilio Ficino proponía beber la sangre lo más fresca posible, por ejemplo, directamente del brazo de un joven, y otro tanto recomendaba también Paracelso. Otro erudito de su tiempo, el médico y herborista suizo Conrad Gesner, describió en sus textos un procedimiento para destilar la sangre tomada de varones jóvenes, pues su ingesta, aseguraba, era capaz de devolver la fuerza y la vitalidad perdidas.
Aunque hoy parezca inconcebible, siglos más tarde, en la Alemania del XVII y el XVIII, no era extraño que los más pobres acudieran a las ejecuciones públicas, donde pagaban una pequeña cantidad a los verdugos a cambio de beber un vaso con la sangre aún caliente de los ejecutados.
Otro ingrediente que también gozó de notable éxito durante siglos fue el polvo de cráneo, sólo o acompañado de usnea –el musgo que en ocasiones crecía sobre las calaveras en los enterramientos–, como tratamiento de hemorragias nasales, dolores de cabeza y epilepsia, entre otros usos. Médicos como el inglés Thomas Willis, que ejerció en el siglo XVII, preparaba un brebaje a base de polvos de cráneo y chocolate –una mezcla más dulce, sin duda–, y entre los consumidores más ilustres del hueso de cráneo pulverizado estaba el rey Carlos II de Inglaterra, aficionado a un elixir bautizado como The King’s Drops, que añadía alcohol a la presentación.
Otro monarca inglés, el rey Guillermo III, aquejado de epilepsia, optó por un preparado aún menos apetecible, pues mezclaba polvo de cráneo con… ¡gusanos! En cualquier caso, no surtió ningún efecto, pues falleció poco después, en 1702.
La grasa humana fue otro de los “medicamentos caníbales” (ver anexo) que más éxito tuvo entre las clases populares. Por lo general, se utilizaba a modo de ungüento o emplasto que se aplicaba mediante friegas sobre la piel y las extremidades, con el fin de atajar dolor de articulaciones, enfermedades de la piel, gota o heridas. Durante siglos, la grasa humana se citaba en los tratados médicos con los términos latinos Pinguedo hominis o Axungia homini y lo más habitual era recurrir a la presente en los cadáveres de reos recién ejecutados.
En Alemania, al igual que sucedía en el caso de la sangre, los verdugos obtenían un buen sobresueldo con la venta de esta sustancia, que se conocía como armsünderfett, «grasa de pobres pecadores ejecutados». Incluso en una fecha tan tardía como el siglo XIX, en tierras germanas se seguía vendiendo grasa humana bajo la denominación de humanol, un preparado que se administraba mediante jeringuillas para tratar infecciones en heridas y otras dolencias, aunque acabó cayendo en desuso debido a sus escasos resultados.
El triunfo de la razón
Con la llegada del pensamiento ilustrado y los avances científicos, estas prácticas de canibalismo medicinal fueron reduciéndose cada vez más, arrinconadas por el desarrollo del método científico y los notables progresos en medicina, aunque es posible rastrear algunos usos tardíos a finales del siglo XIX y comienzos del XX.
En la actualidad, este tipo de prácticas no sólo nos causan desagrado y rechazo, sino que nos parecen moralmente inaceptables y nos cuesta imaginar cómo pudieron gozar de semejante éxito durante tantos siglos. La explicación a estas conductas, sin embargo, es relativamente sencilla. Por un lado, el escaso desarrollo de la ciencia médica, de limitados conocimientos y con unas opciones de tratamiento terapéutico efectivo muy reducidas, abría la puerta a que la población, a menudo desesperada por los males que la aquejaban, se mostrase dispuesta a probar cualquier cosa.
Por otro lado, la propia forma de entender la realidad y el funcionamiento del cuerpo humano, junto con la existencia de creencias mágicas y otras supersticiones, facilitaban también el uso de “medicinas” tan singulares como la carne de momia, a las que a veces se atribuían cualidades sobrenaturales.
Tampoco el origen y el aspecto de los ingredientes suponía un obstáculo para médicos ni pacientes. Durante los siglos en los que la farmacopea se hallaba en una fase pre-científica, las boticas, dejando a un lado los preparados a base de hierbas, estaban repletas de sustancias igualmente repugnantes para ojos y paladares modernos: orina de jabalí, excrementos de perro o palomas, piojos… y así hasta completar una “carta” capaz de llevar a la nausea a los estómagos más duros.
Las razones éticas y morales tampoco supusieron un escollo para frenar unas prácticas que, sin duda, rozaban el canibalismo. En este sentido, casi todos los autores que han estudiado la cuestión han señalado una curiosa ironía: durante varios siglos y a raíz del descubrimiento de América, el consumo de esta “medicina caníbal” coexistió con las duras críticas que los europeos hacían de las prácticas antropofágicas de ciertas tribus indígenas del nuevo continente.
Sin embargo, no había problema en que los “buenos cristianos” comiesen pedacitos de momia, se untaran las doloridas extremidades con grasa humana o bebieran sangre de muchachos jóvenes para conservar la vitalidad. ¿Acaso en la eucaristía no se comían y bebían el cuerpo y la sangre de Cristo? ¡Carne de momia para sanar el cuerpo, y hostias consagradas para aliviar las dolencias del alma!
LOS TEMIBLES «SACAMANTECAS»
El uso de grasa humana con fines medicinales está, muy probablemente, detrás del origen de una de las creencias más singulares del folclore español: el de los sacamantecas. Los relatos sobre estos temibles y sanguinarios asesinos –por lo general hombres que mataban a mujeres y niños para extraerles la grasa y hacer con ella jabones y ungüentos medicinales– se remonta a la Edad Media, pero perduraron durante siglos, poblando las pesadillas de miles de niños a quienes sus padres amedrentaban, diciéndoles que el sacamantecas vendría si no se portaban bien.
Curiosamente, la crónica negra española cuenta en su haber con varios casos de sacamantecas reales que, a través de su difusión en la prensa de la época y del boca a boca, contribuyeron a atemorizar aún más a niños –y adultos– de toda la Península. Uno de los casos más célebres es el del gallego Manuel Blanco Romasanta, “el hombre lobo de Allariz”, quien a mediados del siglo XIX fue detenido por las autoridades y confesó haber asesinado a trece personas en los bosques del norte peninsular, con la intención de extraerles la sangre y la grasa para preparar ungüentos.
Otro sacamantecas que causó pavor a los españoles, en este caso a principios del siglo XX, fue Francisco Leona Romero, quien, en 1910, y con ayuda de Julio Hernández, asesinó al niño Bernardo González Parra. Leona cometió el crimen para obtener la sangre y la grasa del pequeño y elaborar un remedio contra la tuberculosis por el que le pagarían 3.000 reales.
LADRONES DE TUMBAS
Cuando en el siglo XVIII el uso de cadáveres para obtener los ingredientes de la “medicina caníbal” comenzaba a declinar, y se iba imponiendo una corriente más racional, se popularizó entre médicos y estudiantes de Medicina la observación directa del funcionamiento del cuerpo humano, después de siglos de una práctica sanitaria pseudocientífica. Este cambio de paradigma tuvo, entre otras muchas consecuencias, la aparición de una urgente necesidad: la existencia de un abundante y constante suministro de cadáveres humanos para su estudio y disección en las facultades de Medicina.
Los especialistas en anatomía y los comerciantes de “medicamentos” de origen humano habían tenido hasta entonces “materia prima” suficiente con los criminales ejecutados, pero cuando se extendió la costumbre de estudiar los cuerpos en las facultades, pronto esta fuente de suministro resultó muy escasa. Fue así como médicos y universidades no dudaron en reclamar los servicios de auténticos ladrones de tumbas, a quienes pagaban para que profanaran las sepulturas amparándose en la oscuridad de la noche.
Estos profesionales de la muerte fueron conocidos como resurreccionistas, debido a su peculiar actividad. Esta desagradable práctica, ilegal en casi todos los países occidentales, era considerada como un mal menor por los médicos, que no veían otra forma de avanzar en sus conocimientos científicos, y llegó a hacerse tan popular que fueron numerosas las obras literarias que retrataron tales actividades, como ocurre con El ladrón de cadáveres, de Robert Louis Stevenson. Aunque pueda parecer increíble, el robo de cuerpos sepultos para su uso en universidades fue común hasta fechas tan tardías como finales del siglo XIX.
PARA SABER MÁS:
- SUGG, Richard. Mummies, Cannibals and Vampires. The History of Corpse Medicine from the Renaissance to the Victorians. Routledge, New York, 2011.
- NOBLE, Louise. Medicinal Cannibalism in Early Modern English Literature and Culture. Palgrave Macmillan (2011).
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