Sus aguas benéficas llevan siglos dando vida a buena parte de la península, y ahora son también la excusa perfecta para embarcarse en un viaje por un territorio regado de maravillas.
Durante sus casi 900 km de recorrido –desde los Picos de Urbión, que le ven nacer, en tierras de Soria, hasta las aguas del Atlántico, donde se derrama tras arribar a Oporto–, el magnífico Duero, creador de la mayor cuenca hidrográfica de la península ibérica, baña con sus benéficas aguas cinco provincias españolas y seis distritos portugueses. A su paso se nutren los campos de cereal y se extienden los viñedos, pero también surgen hermosos espacios naturales, refugio de una biodiversidad de valor incalculable. Riqueza que atrajo riqueza y que, con los siglos, acabó convirtiéndose también en un buen número de maravillas del patrimonio: castillos imponentes, iglesias exquisitas y monasterios de belleza extraordinaria.
Un recorrido, en definitiva, lleno de agradables sorpresas que invita a ser descubierto con la llegada de la primavera. Su trazado es, en definitiva, un cauce repleto de sorpresas. Recorrerlo al completo supone un apasionante road trip que atraviesa buena parte de la Península, pero también es posible embarcarse en una travesía menos ambiciosa –aunque igual de atractiva–, desde la Ribera hasta los Arribes, con una pequeña incursión en las vecinas tierras portuguesas.
En Aranda de Duero, el río es ya un joven vigoroso que ha dejado atrás las aguas de ese «Duero infante» que Gerardo Diego evocó en sus poemas. La localidad es célebre por su suculento lechazo, pero también por su vinculación con los vinos de la Ribera del Duero (de hecho, este año ostenta el título de Ciudad Europea del Vino). Durante siglos los arandinos se afanaron en construir una extensa red de galerías subterráneas, en cuyo interior se elaboraba el preciado vino. Hoy se conservan unos siete kilómetros de galerías y hasta 120 bodegas. Algunas están abiertas al público, como la Bodega del Ánima –gestionada por el Ayuntamiento– y en ellas se recrea cómo era el trabajo diario y la elaboración tradicional de los primitivos riberas.
La joya de esta villa realenga, sin embargo, es la iglesia de Santa María la Real, un espectacular templo con hechuras de catedral. Entre los elementos más sobresalientes del templo –iniciado en el siglo XV– destaca su imponente fachada, realizada por Simón de Colonia (autor de la Capilla del Condestable, en la catedral de Burgos). Ya en el interior, merece la pena contemplar el retablo renacentista, la escalera mudéjar que asciende al coro o el púlpito de madera tallada de la nave central.
En la villa medieval de Peñafiel es su castillo –del siglo XV– el que atrae todas las miradas, pues se yergue como un barco pétreo en un promontorio de 210 m de largo. El viento sopla a menudo en lo alto de la estructura, pero el ascenso permite contemplar la soberbia Torre del Homenaje y disfrutar de las vistas de los alrededores. En el interior del castillo espera otra sorpresa: el Museo Provincial del Vino, donde se pueden descubrir todos los secretos de las cinco denominaciones de origen que hay en la provincia.
Abajo, en el pueblo, nos espera otro espacio singular: la plaza del Coso, más conocida como “Corro de los toros”. Con 3.500m2 de superficie, esta plaza cubierta de arena presume de ser una de las más antiguas de España, y en ella siguen celebrándose festejos taurinos y otros espectáculos, responsables últimos de que los 48 edificios de piedra, madera y adobe que rodean la plaza estén rematados con balcones de bellos motivos arabescos.
Aquí se repartió el mundo
Paseando por sus tranquilas calles, con el rumor de las aguas del Duero al fondo, resulta difícil imaginar que, en la hoy tranquila localidad de Tordesillas, de apenas 9.000 habitantes, tuvo lugar un episodio que cambió la historia: la firma del Tratado de Tordesillas –que supuso el “reparto del mundo” entre Castilla y Portugal– tuvo lugar el 7 de junio de 1493 en las Casas del Tratado, dos edificios que hoy albergan un museo dedicado al decisivo hecho histórico.
Muy cerca de allí se levantaba también siglos atrás un palacio real cuya inquilina más famosa fue la reina Juana I de Castilla, que estuvo allí recluida 46 largos años. La pobre Juana salía poco de palacio, pero se dice que acudía a menudo al cercano monasterio de Santa Clara para visitar los restos de su esposo. Casi siete siglos después de su construcción, el cenobio sigue dejando sin habla gracias a la belleza de sus formas mudéjares y a sus elementos de influencia nazarí.
El curso del Duero discurre ahora hasta uno de los rincones más bellos de la ruta: la Reserva Natural de las Riberas de Castronuño. Desde la localidad que le da nombre, el Mirador de La Muela regala hermosas vistas del río, que aquí se requiebra en el meandro más grande del Duero y, dicen, uno de los mayores de España. En cualquier caso, la reserva natural es un espacio natural privilegiado, un bosque de ribera al que acuden multitud de aves acuáticas durante el invierno.
Después de esa pintoresca revuelta que el río hace en Castronuño, el Duero pone rumbo a Toro, y con él nos vamos. A sólo 30 kilómetros de Zamora capital, Toro recibe al visitante «erguida en atalaya», tal y como la describió Unamuno. La ciudad, acariciada por un Duero ya adulto y poderoso, surgió con los antiguos vacceos, autores del célebre verraco que da nombre a la localidad, por su parecido con un toro. Al pasear por las calles del centro histórico es fácil adivinar un pasado insigne y relevante, sugerido por sus vistosos monumentos. Entre ellos destaca la colegiata de Santa María la Mayor, una hermosa construcción que se muestra indecisa entre el románico y el gótico. Merece la pena acercarse hasta allí para contemplar su Portada de la Majestad, que conserva casi toda la policromía original.
Tras dejar atrás la ciudad de Zamora, a la que atraviesa de este a oeste, el río se entretiene y serpentea antes de convertirse en la “raya” que separa España y Portugal. Mientras fluye indeciso, como si le apenara abandonar la tierra castellana y leonesa que va dejando atrás, el río se abre paso entre los espectaculares cañones que rodean Miranda do Douro. Esta hermosa localidad portuguesa es célebre por sus espectaculares paredes de granito que, a modo de murallas, parecen encajonar al Duero.
Pasear por sus calles es todo un viaje por la historia, como demuestra su hermosa concatedral, del siglo XVI. Construida en las alturas, con el Duero a sus pies, desde allí se contemplan los bellos paisajes del Parque Natural do Douro. Para descubrirlos se pueden navegar las aguas del río a bordo del Crucero Ambiental Arribes, que zarpa desde las orillas de la localidad.
Uno de los rincones más hermosos que pueden encontrarse en la zona es el Mirador de São João das Arribas. Aquí, donde el río hace de frontera natural entre España y Portugal, se levantó en tiempos prehistóricos un castro cuyas ruinas todavía son visibles. Contemplando las espectaculares vistas que ofrece el curso del Douro, cuyas aguas han tallado el paisaje creando impresionantes cañones, no es de extrañar que los antiguos pobladores de la región escogieran este enclave, que además resultaba casi inexpugnable al estar ubicado junto a un imponente precipicio.
Pese a los innegables encantos de Miranda, el Duero se resiste a decir adiós a España y se entretiene en Fermoselle, un pintoresco pueblecito zamorano que escogió una peña granítica para crecer. Allí, como en Aranda de Duero, también hay bodegas subterráneas, aunque su número es tan grande que la localidad también es conocida como “el pueblo de las mil bodegas”. Penetrar en las entrañas de la tierra es una forma de desvelar sus secretos, pero también de conocer a sus gentes, que volcaron todo su esfuerzo en obtener vino en oscuras oquedades robadas al granito. Pero no todo es escudriñar el interior de la tierra. Aquí, en la capital de los Arribes, hay que mirar una vez más al Duero. Miradores no faltan, y tampoco maravillas que contemplar. El paisaje, salpicado de pingorotas y berruecos que cautivaron a Unamuno, son hoy Parque Natural y Reserva de la Biosfera.
MONASTERIO DE VALBUENA: RELAX Y PATRIMONIO
No muy lejos de Peñafiel, a apenas 20 minutos por la A-11, se encuentra Valbuena de Duero, en cuyos alrededores se reúnen algunas de las bodegas con mayor fama entre los riberas. Después de visitar alguna de ellas –casi todas ofrecen tours guiados y catas–, hay que dirigirse a la localidad para visitar su joya más preciada: el monasterio de Santa María de Valbuena. Fundado a mediados del siglo XII por la noble Estefanía de Armengol, hoy está considerado como uno de los cenobios cistercienses mejor conservados de toda Europa. Así que no es de extrañar que parte de sus dependencias alberguen hoy la sede de Las Edades del Hombre, una institución que lleva décadas difundiendo el valioso arte religioso de Castilla y León. De hecho, aquí se encuentra su taller de restauración, que ha devuelto el esplendor perdido a cientos de piezas de las once diócesis de la comunidad autónoma.
Además de conservar un bellísimo claustro y otras dependencias monacales –como el refectorio, una sala de trabajo y una imponente iglesia que conserva bellas pinturas murales en una de sus capillas–, el cenobio, declarado Monumento Histórico artístico y Bien de Interés Cultural, cuenta también en una parte del recinto con un hotel spa de cinco estrellas –el Castilla Termal Valbuena–, que ofrece más de 2.000 m2 dedicados a las aguas medicinales y otros tratamientos de bienestar. Además de sanar cuerpo y espíritu, el establecimiento –con una decidida apuesta por la sostenibilidad– también pone especial atención en mimar el paladar: su restaurante –Converso–, cuenta con un menú elaborado por el chef con estrella Michelin Miguel Ángel de la Cruz y está a punto de estrenar un huerto ecológico en el que los clientes tendrán, si lo desean, un papel protagonista.
Más información: Iniciativa Duero Douro
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