Metrópoli mestiza, antigua capital de tres imperios y encrucijada entre dos mares y dos continentes, Estambul está repleta de maravillas que anuncian muchas más: las que se esconden en el centro del país, en las tierras llenas de magia y misterio de la Capadocia…
El sol lleva toda la mañana riñendo con una neblina pegajosa que parece empeñada en no disiparse. Justo cuando desde los minaretes comienza a escucharse la melódica llamada al öğle, el rezo del mediodía, el sol se impone por fin y los primeros rayos, todavía tímidos, iluminan las cúpulas de las mezquitas. Estambul lleva horas poseída por su frenesí habitual, que lo agita todo, pero con la aparición del tibio sol de comienzos de primavera parece animarse aún más. Los vendedores de simit (roscas de pan con sésamo) anuncian su producto con más entusiasmo; un gato –de los miles que pululan por las calles de la metrópoli turca– se despereza y echa a correr por el parque de Sultanahmet; turistas y devotos aprietan el paso y ponen rumbo hacia la cercana Ayasofya (Santa Sofía): unos para honrar con sus rezos a Allah, otros para admirarse –cuando acabe la oración– con el portento de un templo que lleva en pie casi 1.500 años y ha tenido muchas vidas: iglesia, mezquita, museo y de nuevo mezquita.
Estamos en la llamada península histórica, la porción de la ciudad que en su día ocupó la milenaria Bizancio y siglos después Constantinopla; antes de que los otomanos se hicieran al fin con la urbe en el siglo XV, aquí, en lo que hoy se conoce como Sultanahmet, se levantaba el célebre Hipódromo, donde se celebraban las carreras de cuadrigas, que enfrentaban –a veces con derramamiento de sangre entre sus seguidores– a los equipos verde y azul. De aquel gigantesco recinto con capacidad para más de 60.000 espectadores, hoy apenas quedan en pie tres piezas singulares: el obelisco de Tutmosis III –traído aquí por Teodosio–, la Columna Serpentina, llegada desde la griega Delfos, y el obelisco de Constantino.
Un poco más allá está Santa Sofía, auténtico corazón de la ciudad y perfecto resumen de su historia; un templo capaz de causar asombro incluso a los espíritus menos impresionables. Y no es para menos: su gigantesca cúpula, que parece suspendida mágicamente en el aire, es una maravilla de la ingeniería que intentarían imitar los arquitectos otomanos durante siglos.
Tanto es así, que no hay mezquita en Estambul –y suman más de 3.000– que no tenga en su ADN algo de Santa Sofía, transformada en lugar de devoción para los musulmanes tras la conquista otomana. Esta innegable influencia se aprecia en la mezquita de Süleymaniye o de Solimán, la mayor de la ciudad, y también en la del sultán Ahmet, más conocida como Mezquita Azul debido a los bellos azulejos de Iznik que adornan su interior.
También cerca de Sultanahmet se levanta otra de las maravillas de Estambul: el palacio Topkapi, construido sobre una colina en la Punta del Serrallo, justo donde confluyen las aguas del Cuerno de Oro, el Estrecho del Bósforo y el mar de Mármara. Este majestuoso palacio, compuesto por un conjunto de pabellones y jardines que se articulan en torno a cuatro patios, dio cobijo durante siglos a los sultanes que rigieron los designios del imperio. Hoy es un maravilloso museo que permite descubrir la historia del país recorriendo las antiguas cocinas, las viviendas privadas del sultán y su familia, o el no menos fastuoso harén, entre otros espacios singulares.
Antes de cruzar el Cuerno de Oro, la masa de agua que separa la península histórica del distrito de Beyoğlu, donde a lo largo de los siglos se asentaron genoveses, judíos sefardíes y europeos de distintas naciones, conviene visitar el Museo Arqueológico de Estambul, donde se exhibe una fabulosa colección que incluye notables ejemplos de estatuaria clásica y joyas como el llamado Sarcófago de Alejandro, además de una didáctica exposición sobre la historia de la ciudad, entre otras muchas maravillas.
Estambul es también una ciudad eminentemente comercial, como demuestra su célebre Gran Bazar, uno de los mayores y más antiguos del mundo. Si el visitante se siente abrumado por sus más de 3.000 puestos y tiendas, repartidas en 61 calles, se puede optar por acudir al llamado Bazar de las Especias, frente a los muelles de Eminönü, última parada de las caravanas que en otros siglos recorrían la Ruta de las Especias. Hoy reúne 97 tiendas donde es posible comprar hierbas aromáticas, café, dulces y, como anuncia su nombre, una variedad de especias casi infinitas.
Atravesamos, ahora sí, el Cuerno de Oro, cruzando por el Puente Gálata, donde una multitud de pescadores se afana con sus cañas día y noche, mientras bajo sus pies, en la planta baja del puente, nos sorprende una sucesión interminable de restaurantes y bares donde tomar té o fumar el narguile.
Una vez cruzado el Cuerno de Oro –para muchos el mayor puerto natural del planeta–, alcanzamos Beyoğlu, antiguo hogar de los europeos que residían en la metrópoli. Hoy da cobijo a calles comerciales como la histórica Istiklal –salpicada de tiendas internacionales y bellos edificios decimonónicos–, y también a zonas con modernos cafés, discotecas y tiendas de antigüedades.
Su icono más inconfundible, sin embargo, se remonta a época medieval: es la Torre Gálata, construida por los genoveses como parte de una ciudadela fortificada. Con sus 60 m de altura, fue en su día la construcción más alta de la ciudad, y hoy permite disfrutar de unas impresionantes vistas panorámicas de todo Estambul.
Dice Orhan Pamuk, el Nobel de Literatura turco, que «La vida no puede ser tan mala cuando, al menos, uno siempre puede darse un paseo por el Bósforo». Y, en efecto, hay pocas maneras tan relajantes de descubrir los dominios de la que fuera capital de tres imperios. Los numerosos ferrys que zarpan de los puertos de Eminönü o Kabataş, como los de Şehir Hatları, permiten disfrutar de un relajante crucero por el Bósforo mientras se contemplan las maravillas que van surgiendo en ambas orillas, la europea y la asiática: el palacio Domalbahçe –hogar de los sultanes en las postrimerías del imperio–, la fortaleza de Europa o el barrio de Yeniköy, con sus hermosas yalis, pintorescas casitas que se asoman a las aguas del Estrecho. Ya de regreso, al atardecer, el sol poniente ilumina de tonos dorados las cúpulas de las mezquitas, cuyos minaretes vuelven a convocar a los fieles al rezo una vez más.
Mágica Capadocia
Había viajado por todo el Mediterráneo y explorado buena parte de Oriente Medio, pero cuando llegó a Capadocia en 1703, el viajero francés Paul Lucas quedó tan impresionado con aquellas tierras plagadas de parajes insólitos que describió la región como la «la cosa más maravillosa que se puede ver en el mundo». Con aquellas palabras –y sus fabulosos dibujos, un tanto exagerados–, Lucas despertó la curiosidad del público europeo por la región turca, y al mismo tiempo resumió la singularidad de un territorio de paisajes imposibles que, aún hoy, más de tres siglos después, no ha perdido un ápice de su atractivo.
La singularidad paisajística de Capadocia tiene su origen en las erupciones volcánicas que, hace millones de años, tapizaron el entorno con toneladas de ceniza. Esta acabó solidificándose y dio lugar a la toba, un material blando que el viento y el agua han ido erosionando con el paso del tiempo, contribuyendo a “dibujar” paisajes de atmósfera onírica que parecen sacados de un relato de fantasía.
Entre las estampas sorprendentes que descubre el viajero al recorrer los parajes de la región está el Valle de Paşabağı, uno de los rincones con mayor concentración de “chimeneas de hadas”, ejemplo perfecto de una geología fantástica cincelada por millones de años de erosión. Sus formas resultan aún más asombrosas con las primeras luces del día, especialmente si se contemplan desde las alturas, a bordo de uno de los cientos de globos que inundan el cielo cada amanecer.
No todos los paisajes insólitos, sin embargo, son obra de la paciente erosión causada por los elementos. En algunos parajes, fueron manos humanas las que moldearon la fisionomía de un entorno que embrujó por igual a asirios, hititas, romanos, cristianos y musulmanes.
Uno de estos lugares es Uçhisar, un pueblo cuyas casas se acurrucan en las laderas de un sorprendente castillo. La fortaleza, visible desde varios kilómetros de distancia, es en realidad un promontorio natural de toba volcánica, al que la erosión y la acción humana han terminado por dar un aspecto extravagante. Ya los hititas aprovecharon esta estructura natural para excavar recovecos y cuevas en los que refugiarse de los ataques enemigos.
Con el tiempo, otras culturas la usaron con idéntico fin, creando un entramado de túneles que perforan todo el “castillo”, dándole su apariencia de termitero gigantesco. Hoy se pueden recorrer las entrañas de esta montaña perforada, que durante siglos se usaron también como viviendas, y ascender hasta el mirador que hay en su cima para disfrutar de un mágico atardecer, con los rayos de sol pintando de tonos dorados los valles pétreos y sorprendentes de la Capadocia.
No muy lejos de allí, a unos 4 kilómetros, el viajero se encuentra con otro rincón no menos singular: el Museo al Aire Libre de Göreme. En este enclave, Patrimonio de la Humanidad desde 1985, se estableció en el siglo IV una pequeña comunidad de monjes cristianos seguidores de san Basilio el Grande, que aprovecharon la fragilidad de la roca para tallar en sus montañas cónicas varias iglesias y capillas trogloditas. Desde entonces y hasta el siglo XIII, en el lugar se fueron construyendo multitud de templos, hasta superar la treintena. Muchos de ellos están bellamente decorados con frescos de vibrantes colores y estilo bizantino, en los que se representan escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento y vidas de los santos.
Entre las iglesias que se pueden visitar en este singular museo al aire libre destacan dos: la Karanlik Kilise (Iglesia Oscura) y la Tokali Kilise (Iglesia de la Hebilla). La primera de ellas, cuyo origen se remonta a finales del siglo XI, debe su peculiar nombre a la escasa luz que llega a su interior a través de una diminuta ventana, una circunstancia que ha permitido conservar en buen estado sus magníficas pinturas. La iglesia de la Hebilla, por otra parte, cuenta también con hermosos frescos, aunque lo que la hace tan singular es su delicada decoración de lapislázuli.
Ciudades subterráneas
Cuando uno cree que ya no hay más lugar para el asombro, Capadocia responde con una nueva sorpresa: si en Uçhisar los antiguos pobladores del territorio perforaron una montaña hasta convertirla en un termitero humano, en otros puntos de la región encontramos una extensa red de “hormigueros” de escala colosal, auténticas ciudades subterráneas –algunas llegaron a albergar a decenas de miles de personas– que fueron excavándose con extremada paciencia y cuidado a lo largo de varios siglos.
Hasta la fecha los arqueólogos han identificado más de un centenar de estas ciudades bajo tierra, aunque solo se han abierto y estudiado algo más de una treintena. Los primeros en excavar estos espacios laberínticos, de varias plantas y multitud de espacios interconectados (hay iglesias, espacios para el ganado, viviendas, bodegas…), fueron los hititas, aunque más tarde los cristianos bizantinos ampliaron estos recintos, que se emplearon principalmente para ocultarse cuando llegaban ejércitos enemigos a la región.
Dos de estas ciudades subterráneas, las más extensas e importantes, están abiertas al público y se pueden recorrer en parte. La de mayor extensión es la de Derinkuyu, al sur de Capadocia, que, con ocho niveles de construcción, alcanza hasta 60 metros de profundidad y llegó a dar cobijo a más de 20.000 personas. No muy lejos de allí, a solo 10 kilómetros, se encuentra la ciudad de Kaymaklı, la segunda más importante de las descubiertas hasta el momento. Aunque cuenta también con ocho niveles (solo cinco de ellos son visitables hoy en día), es de menores dimensiones que la de Derinkuyu, pues podía dar cobijo a 3.000 personas. Una y otra ofrecen la experiencia inolvidable –aunque poco apta para claustrofóbicos– de descender a las entrañas de la tierra y experimentar, durante aproximadamente una hora, cómo era la vida de unas gentes que, cuando se acercaba el peligro de un ejército invasor, vivían ocultas en las profundidades.
GUÍA PRÁCTICA
Cómo llegar. La compañía aérea Turkish Airlines cuenta con cuatro conexiones diarias a Estambul desde Madrid y Barcelona, pero también realiza vuelos desde otras ciudades españolas, como Málaga o Valencia.Dónde dormir. En Estambul: Hotel Marmara Pera, muy cerca de la Torre Gálata y la calle Istiklal. En Capadocia, el Kayakapi Premium Caves sorprende con antiguas cuevas convertidas en habitaciones de lujo.
Dónde comer. Restaurante Pandeli. Ubicado en el Bazar de las Especias, este mítico establecimiento de comida tradicional ha tenido en sus mesas a estrellas como Audrey Hepburn o Robert de Niro y a miembros de la realeza como Isabel II de Inglaterra.
2 comentarios