Ceremonias ancestrales que buscan purificar cuerpo y alma, incursiones en cuevas sagradas bañadas por ríos subterráneos y visitas a enclaves arqueológicos repletos de secretos vinculados con el cosmos. Nos adentramos en los secretos de los antiguos mayas para descubrir algunas de las experiencias que ofrece un viaje a la península del Yucatán, más allá de maravillosas y paradisiacas playas.
Mientras la furgoneta avanza entre el caótico tráfico de la carretera de la costa –una recta casi infinita que discurre muy cerca del enjambre de resorts y hoteles de lujo que inunda el litoral caribeño del estado de Quintana Roo– nuestra guía Nadia, una rusa rubia y menuda, comienza a explicarnos lo que nos espera en nuestro próximo destino: «Vamos a un pueblito maya donde viven menos de 50 personas a la manera tradicional; allí, en un edificio muy pequeñito, va a tener lugar la ceremonia».
La ceremonia a la que se refiere nuestra peculiar cicerone no es otra que el llamado temazcal, un ritual de purificación común en varias culturas mesoamericanas –incluida la maya– y que, pese a su antigüedad, sigue practicándose hoy en día en distintos puntos del continente. Aquí, en una de las regiones más turísticas de México –estamos en plena Riviera Maya–, el temazcal se ha convertido en un atractivo más para los turistas, por lo que a veces puede resultar difícil distinguir entre un auténtico «temazcalero» –el chamán que dirige la ceremonia– y alguien que, sin demasiados conocimientos, sólo intenta ganarse la vida sacándole unos dólares a gringos en busca de experiencias diferentes.
Nosotros nos dirigimos a Dos Palmas, una pequeña aldea cercana a la ciudad de Tulum habitada por personas de etnia maya, en su mayoría mujeres y niños, que siguen viviendo de acuerdo a las tradiciones ancestrales, en chozas cubiertas con techo de palapa y sin las comodidades habituales de la vida en la ciudad. La comunidad está abierta al turismo (de hecho las visitas organizadas parecen ser su principal fuente de ingresos) y permite descubrir cómo es el día a día de estas personas que siguen hablando maya yucateco en su vida cotidiana, conservan creencias centenarias de sus antepasados y aún cocinan de forma artesanal.
Y es que, aunque la fascinante civilización maya desapareció definitivamente poco después de la llegada de los conquistadores españoles, la cultura maya sigue hoy muy viva, manteniendo buena parte de sus costumbres ancestrales, sus tradiciones, sus vestimentas y su lengua. De hecho, en la actualidad unos seis millones de personas hablan lengua maya de forma habitual, la mitad en los estados mexicanos de Yucatán, Quintana Roo, Chiapas, Campeche y Tabasco.
Por lo tanto, en la Riviera Maya no solo se puede disfrutar de hermosas playas de aguas color turquesa y paisajes increíbles, sino también descubrir un legado cultural, histórico, artístico y humano que nos transporta a la época de la civilización maya.
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La casa del vapor
Tras unos veinte minutos circulando por la carretera de la costa, nuestro vehículo se desvía y toma una modesta pista de tierra que, en solo unos minutos, nos conduce hasta nuestro destino. La aldea de Dos Palmas es poco más que un puñado de chozas de madera levantadas en un pequeño claro en el bosque tropical, acompañadas de un par de edificios de mayor tamaño en los que se sirven comidas típicas –pollo, arroz, papitas y frijoles– y se venden recuerdos para los turistas.
Después de recorrer el poblado, charlar con algunos de sus habitantes y descubrir cómo es la vida diaria en el interior de sus modestas viviendas, nos dirigimos por fin al espacio en el que tendrá lugar la ceremonia. El reloj pasa algunos minutos de las tres de la tarde, el sol tropical aprieta con fuerza, y la temperatura al aire libre supera con creces los 30 grados, aunque la sensación térmica es mayor debido a la humedad del ambiente. Apetece poco penetrar en el temazcali –así se denomina la construcción de piedra en la que se realiza la ceremonia–, en cuyo interior el termómetro suele superar los 50 grados.
Simplificándolo mucho, podríamos comparar el temazcal (en lengua maya, zumpul-ché) con una sauna occidental, aunque aquí la finalidad no es sólo conseguir una desintoxicación del cuerpo por medio de la sudoración y el uso de hierbas medicinales, sino también purificar el espíritu. Para los mayas, el zumpul-ché o temazcal (literalmente, «casa del vapor» o «casa donde se suda») constituye una poderosa forma de vínculo con la tierra y las divinidades y, en especial, con Ixchel, diosa del agua, el amor, la gestación y la medicina.
Para los mayas prehispánicos, penetrar en el temazcali suponía adentrarse en el vientre de Ixchel y, de hecho, estos recintos de piedra recrean simbólicamente el aspecto del útero materno. No sólo por su forma, ovalada o circular, sino también porque durante el ritual su interior está oscuro, cálido y húmedo. Además, el temazcal fue una práctica habitual entre las mujeres mayas embarazadas: «Tanto durante el embarazo como después del parto, la madre se introducía en un baño de vapor para purificarse y con ello regresa al gran útero terrestre, con el que muere ritualmente y renace a su nueva vida como madre, incorporándose como tal a la sociedad», explica Martha Ilia Nájera Colorado, investigadora del Centro de Estudios Mayas de la Universidad Autónoma de México, en La religión maya (Ed. Trotta).
Así pues, más allá de sus finalidades terapéuticas –los curanderos recomendaban el baño de vapor para sanar distintas dolencias–, el temazcal era también una forma de conexión espiritual con las divinidades y los ancestros y, de hecho, era habitual someterse al ritual antes de tomar decisiones importantes que afectaran a toda la comunidad.
Cuando llegamos a un pequeño claro en el que se levanta el temazcali, el chamán y su ayudante están ya preparados, esperando junto a un pequeño altar de piedra cubierto de figurillas, caracolas y otros objetos rituales. A solo unos metros, en las entrañas de una pequeña hoguera, se están calentando al rojo vivo varias piedras que se introducirán poco después en el recinto. Antes de entrar, los participantes se disponen en círculo, el chamán invoca en maya yucateco a los elementos y a los puntos cardinales y ofrece una bebida alcohólica sagrada, el balché (elaborado desde tiempos remotos mezclando miel, agua y corteza del árbol del mismo nombre) al dios del fuego.
Después da de beber a los participantes. También solicita permiso a los aluxes, unos seres sobrenaturales –similares a los duendes o gnomos del folclore occidental– que, según la mitología maya, se encargan de proteger distintos enclaves naturales y también transmiten el poder y el saber de los mayas al hechicero yucateco. Queda un último paso antes de penetrar en el vientre de Ixchel: el chamán sahúma con copal a todos los asistentes y hace sonar una caracola.
Uno a uno, los participantes van penetrando en el temazcali. La entrada y el techo de la estancia son muy bajos, así que hay que entrar agachado y mantenerse sentado una vez en el interior. Cuando todos han ocupado su posición, el ayudante del chamán introduce las piedras al rojo vivo, sobre las que el temazcalero irá derramando agua mezclada con hierbas medicinales y aromáticas durante el transcurso del ritual, generando así el vapor necesario para la ceremonia.
En el interior, la oscuridad, la humedad y el calor lo dominan todo. Los primeros minutos son asfixiantes, pero poco a poco el cuerpo se va aclimatando, mientras el chamán realiza cánticos en español y yucateco que los participantes van repitiendo. Pasados varios minutos, algunas personas no soportan el calor y la humedad y abandonan el temazcali, aunque la mayoría aguanta la media hora que dura la ceremonia.
Al finalizar, uno a uno van saliendo del recinto. La salida al exterior es, una vez más, una metáfora de la salida del útero materno. Pese al calor reinante, los participantes tiritan de frío por el contraste térmico. Hay rostros sonrientes, algunos rictus serios y unas cuantas muestras de alivio. Sólo cada uno sabe qué cambios se han operado en el interior del temazcali…
Descenso al inframundo
En la península del Yucatán, al menos en su parte norte, no hay ríos que discurran por la superficie. La única fuente de agua dulce es la lluvia, que se filtra a través de la roca caliza que conforma toda la península. Durante millones de años, este agua de lluvia ha ido produciendo una erosión kárstica en el subsuelo, dando lugar a una intrincada red de ríos subterráneos interconectados, que hoy constituye la red acuífera subterránea más grande del mundo, compuesta por dos sistemas diferentes: Ox Bel Ha, de 270 km de longitud y Sac Actun, de 260 km.
En distintos puntos de su recorrido, estos ríos subterráneos –hay que imaginarlos más como un sistema de venas o raíces que como un único curso de agua– se abren al exterior en lugares conocidos como cenotes. Estas aberturas se forman cuando en la superficie se produce un colapso del suelo de caliza, bien a causa de la erosión, bien debido a la acción de algunos árboles, como la ceiba o el ficus, cuyas raíces son capaces de atravesar la tierra en su búsqueda de agua. En total, se calcula que en la península del Yucatán hay entre seis y siete mil de estos cenotes –algunos siguen ocultos entre la espesura de los bosques tropicales–, aunque con el paso del tiempo se irán formando otros nuevos.
Para los antiguos mayas, los cenotes eran enclaves imprescindibles para su supervivencia, pues, especialmente en época de sequía, suponían su única fuente de agua potable. De hecho, durante sus habituales incursiones por la selva, si se quedaban sin agua, el pájaro toh, o motmot (Eumomota superciliosa), al que consideraban sagrado, les ayudaba a sobrevivir, pues si oían su canto sabían que no estaban lejos de algún cenote, pues suelen anidar en el interior de los mismos o en sus proximidades.
Pero más allá de esta utilidad práctica, los antiguos mayas consideraban los cenotes como lugares sagrados y de contacto con la divinidad y los ancestros, pues eran espacios que conectaban con el inframundo. Como explica el profesor Miguel Rivera Dorado en El pensamiento religioso de los antiguos mayas (Ed. Trotta), «las cuevas fueron para los mayas caminos al interior de la tierra, vías de conexión con el inframundo, puertas al más allá, y los ritos realizados en su interior perseguían casi siempre la armonía cósmica, la comunicación con los difuntos y la propiciación de las fuerzas telúricas, además de la obtención del agua sagrada».
Para los antiguos mayas, la muerte no era el fin de la existencia, pues creían que el alma del difunto se trasladaba al inframundo (llamado Xibalbá por los quichés y Metnal por los yucatecos). Aquel otro mundo se ubicaba en las entrañas de la tierra, bajo la selva y más allá de las masas de agua, constituyendo una especie de reflejo siniestro del mundo de los vivos. Sin embargo, a pesar de este carácter «oscuro», no era equivalente al infierno judeocristiano, pues el alma no recalaba allí a modo de castigo, sino que era su destino lógico. Este más allá era, en definitiva, la región de los muertos, la esfera de los dioses y los antepasados.
A pesar de ser la morada de los difuntos, el inframundo no era una región «estanca». De hecho, los mayas creían que, en ocasiones, los fallecidos podían regresar al mundo de los vivos, interviniendo en sus asuntos. Estas «visitas» aparecen reflejadas en algunas representaciones artísticas como, por ejemplo, en el llamado dintel 15 de Yaxchilán, donde se muestra a una mujer que presencia la aparición de un muerto, acompañado de una gran serpiente que alude a su procedencia.
Del mismo modo, los vivos también podían realizar el viaje inverso, adentrándose temporalmente en el territorio de las tinieblas, especialmente durante los sueños o mediante el uso de drogas alucinógenas. Esta comunicación era posible, entre otras cosas, por la existencia de vías de entrada y salida al inframundo, como los cenotes, pero también algunos templos, cuya forma se asemejaba intencionadamente a grutas artificiales.
Sacrificios humanos
En la actualidad hay muchos cenotes abiertos al público en la península del Yucatán, y en especial en la región de la Riviera Maya. De hecho, la visita a estos enclaves sagrados para los antiguos mayas constituye hoy una de las experiencias más demandadas por los miles de turistas que visitan cada año los estados mexicanos de Yucatán y Quintana Roo. Algunos de ellos son gratuitos, pero es más recomendable –por su mejor estado de conservación y su mayor seguridad– visitar aquellos que requieren el pago de una entrada y el acompañamiento de guías cualificados.
Durante nuestro viaje al corazón maya, nosotros optamos por adentrarnos en una de estas entradas al inframundo en las cavernas Xtun, cerca de Tulum. Para llegar hasta allí hay que penetrar en la espesura del bosque tropical, circulando una media hora por pistas de tierra llenas de baches, en una zona próxima al recorrido del bautizado como tren maya, un ambicioso –y polémico– proyecto que en poco tiempo conectará distintos enclaves de la región.
Al llegar a nuestro destino, el guía, Pablo, nos da las últimas indicaciones de seguridad y, provistos de chalecos salvavidas, descendemos al cenote Imix –uno de los dos que se encuentran en una finca de propiedad privada–. El descenso no lleva más de dos minutos. De pronto, ante nuestros ojos se abre una caverna repleta de estalactitas y estalagmitas que se reflejan en una enorme piscina de aguas cristalinas que se adentran en las profundidades. Tras saltar al agua, y siempre siguiendo las indicaciones de nuestros guías por el inframundo, atravesamos un laberinto de estancias de roca caliza y belleza sobrecogedora. A la vista de semejante maravilla, es fácil comprender por qué los antiguos mayas consideraron estos rincones recónditos lugares de contacto con lo sagrado.
Los mayas prehispánicos, sin embargo, jamás se habrían bañado en sus aguas por mero divertimento. Los cenotes no eran solo lugares sagrados donde entablar contacto con las divinidades y los ancestros; también eran enclaves en los que se realizaban ofrendas de todo tipo, incluyendo sacrificios humanos –especialmente niños–, así que si uno acababa bañándose en sus aguas, sólo podía significar que había sido sacrificado ritualmente con fines propiciatorios.
Entre los cenotes sagrados que han sido estudiados por los arqueólogos, y en los que se han hallado vestigios de ofrendas –incluyendo restos de infantes– se encuentra el cenote sagrado de Chichén Itzá, situado entre las fabulosas ruinas de esta antigua ciudad maya que hoy atrae a miles de turistas cada día. Y es que, a menudo, los mayas levantaron templos y pirámides en las proximidades o incluso encima de cenotes y cavernas, debido a su consideración de espacios sagrados que conectaban con ese otro mundo de difuntos y divinidades.
De hecho, en maya yucateco Chichén Itzá significa literalmente «Al borde del pozo donde viven los sabios del agua», y hasta allí nos dirigimos a continuación. Nos espera uno de los enclaves mayas más célebres y enigmáticos de la península del Yucatán.
El descenso de la serpiente
El área maya de México está repleta de ciudades antiguas fascinantes: Palenque, Bonampak, Calakmul, Cobá, Tulum, Uxmal… Sin embargo, pocas han alcanzado la popularidad de Chichén Itzá. Ubicada en el estado de Yucatán, cerca de la ciudad de Valladolid, esta antigua urbe maya comenzó a alcanzar cierta importancia hacia el 600 d.C., aunque la mayor parte de los edificios que pueden contemplarse hoy son posteriores, del periodo posclásico temprano (entre el 800 y el 1100 d.C.).
Es solo media mañana, pero al llegar al parking de la zona arqueológica de Chichén el lugar es un hervidero de autobuses, grupos de turistas que intentan protegerse del sol bajo grandes paraguas y vendedores de recuerdos. Sin duda, los antiguos mayas jamás imaginaron que sus ciudades sagradas se convertirían siglos más tarde en escenario de un trajín de gentes llegadas de todo el planeta (en 2019, el lugar recibió más de 2,5 millones de visitantes).
Declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, los casi quince kilómetros cuadrados de esta ciudad están poblados por construcciones con nombres tan sugerentes como el Templo de las Mil Columnas, el Templo de los Guerreros o el Gran Juego de Pelota. Sin embargo, el edificio más singular, el que atrae de inmediato todas las miradas, es El Castillo, más conocido como pirámide de Kukulkán. Grupos de visitantes se arremolinan sin cesar alrededor de esta montaña de piedra, solos o acompañados de sus guías, y, aunque en un principio parece increíble disfrutar de semejante maravilla en medio de semejante marabunta humana –de la que nosotros también formamos parte–, basta un vistazo a los detalles del recinto para quedar fascinado ante sus encantos y numerosos misterios.
Este edificio, construido por los mayas en el siglo XII, está compuesto por una estructura piramidal de nueve alturas y cuenta con sendas escalinatas en sus cuatro caras. En sus orígenes, la pirámide fue dedicada al dios Kukulkán, término maya que significa «serpiente emplumada», una advocación que resulta evidente al observar las numerosas decoraciones que representan a este animal mítico.
Es de sobra conocido que los antiguos mayas fueron grandes astrónomos y matemáticos. Y la pirámide de Kukulkán es una de las mejores pruebas de ello, pues el espectacular edificio esconde varias claves astronómicas. Los mayas desarrollaron un calendario solar de carácter agrícola (haab), compuesto por 18 meses de 20 días cada uno. Esto arrojaba un total de 360 días, a los que se sumaban otros cinco, llamados uayeb, considerados nefastos.
Si observamos con calma las cuatro escalinatas que ascienden hasta el templo superior, vemos que tienen 91 escalones. Multiplicando esta cifra por las cuatro escalinatas, obtenemos 364, y si le sumamos la plataforma superior, el resultado es de 365, igual al número de días del calendario haab. Pero no terminan ahí las sorpresas.
En la actualidad, Chichén Itzá vive cada año una auténtica avalancha de visitantes coincidiendo con los equinoccios de primavera y otoño. En esos días, al atardecer, se produce un vistoso fenómeno que revela la importancia astronómica y simbólica del templo. Cuando el Sol inicia su descenso, parte de las escalinatas comienzan a proyectar un juego de sombras en el lado norte-nordeste. Para asombro de los presentes, éstas adoptan la forma de una especie de serpiente geométrica, que con el paso de las horas va descendiendo por la escalinata, como si el propio dios hubiera hecho acto de presencia, hasta llegar a una cabeza de serpiente emplumada que existe a los pies de la escalinata. Es una auténtica hierofanía, es decir, una manifestación de lo sagrado, en este caso el dios Kukulkán.
La maestría arquitectónica de los constructores de la pirámide de Kukulkán puede intuirse en otra asombrosa característica. A finales del siglo XX, los investigadores descubrieron que el recinto fue diseñado como una auténtica «caja de sonido». Si nos aproximamos a las escalinatas de la pirámide y aplaudimos con una cadencia concreta, comprobaremos que el edificio «responde» con un eco que parece reproducir el canto de un pájaro, concretamente un quetzal, ave que fue considerada sagrada por varias culturas mesoamericanas, entre ellas la maya. Tras estudiar detenidamente el fenómeno, los arqueólogos comprobaron que no se trata de un efecto casual, sino algo buscado intencionadamente por los constructores.
Conexión con el inframundo
El interior de la pirámide también esconde sus propios secretos. En 1924, el Instituto Carnegie (EE.UU.) obtuvo el permiso de las autoridades mexicanas para investigar en las entrañas del edificio. Los investigadores estadounidenses, acompañados por colegas mexicanos, buscaban demostrar que la pirámide se había construido sobre los restos de un edificio anterior.
A lo largo de varios años, los arqueólogos descubrieron varios objetos con piedras preciosas incrustadas, restos humanos, y dos esculturas: una del dios Chaac Mool, y otra de un jaguar rojo. Por último, encontraron la prueba que hallaban buscando: bajo la estructura de la pirámide exterior existe otra más antigua, probablemente construida varios siglos antes, y con una forma similar, aunque con una altura que alcanza los 33 metros.
Pero, ¿por qué edificaron los antiguos habitantes de Chichén Itzá una nueva pirámide sobre la original? Para los mayas prehispánicos, realizar construcciones sagradas sobre otras más antiguas servía para aumentar la «fuerza divina» del enclave: «Un templo se erige sobre otro, una plaza encima de otra plaza. Las renovadas construcciones para el culto se hacían sobre las antiguas no con fines pragmáticos, como se ha afirmado algunas veces, sino para incorporar a la nueva construcción la fuerza divina acumulada, pues se consideraba que los dioses reconocen los sitios de encuentro con los hombres y retornan a ellos cuando se les invoca en el rito», señala la historiadora mexicana Mercedes de la Garza en La religión maya.
Pero además de esconder una segunda pirámide en sus entrañas, como si se tratara de una matrioska de dimensiones colosales, el santuario dedicado a Kukulkán oculta otro secreto. En 2015, investigadores de la Universidad Autónoma de México emplearon técnicas de resonancia magnética en el entorno de la pirámide, y descubrieron un gran cenote a 8 metros de profundidad justo bajo el santuario dedicado a Kukulkán. Dos años más tarde, científicos del Gran Acuífero Maya continuaron las pesquisas con el fin de encontrar una entrada a esta caverna sumergida, pero descubrieron que el acceso había sido bloqueado de forma intencionada con grandes bloques de piedra.
En su peculiar cosmovisión, los mayas entendían el universo como tres grandes ámbitos alineados en sentido vertical: el cielo (dividido en trece regiones o estratos), la tierra (que tendría forma cuadrangular) y el inframundo, compuesto por nueve niveles. Tanto el cielo como el inframundo tenían el aspecto de una pirámide escalonada (invertida, en el caso del reino de los muertos).
De este modo, en este esquema cósmico-religioso, la pirámide de Kukulkán fue concebida como un enclave sagrado que era a un mismo tiempo un símbolo celeste, infraterrestre y temporal, un axis mundi (eje del mundo) representado por la propia pirámide (el cielo), su basamento cuadrado (la tierra) y el cenote (el inframundo). Todo ello reforzado por la hierofanía de la serpiente emplumada que, dos veces al año, coincidiendo con los equinoccios, hacía manifestarse al dios Kukulkán a ojos de los hombres.
GUÍA DE VIAJE POR EL MUNDO MAYA
La Riviera Maya es hoy uno de los destinos turísticos más importantes de México, con millones de visitantes que viajan hasta allí cada año para disfrutar de sus playas y su notable patrimonio, por lo que la región cuenta con una importante infraestructura hotelera y hostelera y es una de las zonas más seguras del país. Desde España, resulta muy fácil encontrar conexiones diarias desde los aeropuertos de las principales ciudades españolas, y varios touroperadores, como Soltour, ofrecen paquetes combinados (avión y hotel) para viajar cómodamente hasta allí.
Para vivir de primera mano algunas de las experiencias que conectan al viajero con el legado de los antiguos mayas (como la ceremonia de temazcal, visitas a cenotes o enclaves arqueológicos como Chichén Itzá) lo ideal es contratar estas actividades en los propios hoteles –o incluso antes de llegar a destino, a través de los touroperadores– y evitar las ofertas que se ofrecen a pie de calle, por ofrecer menos garantías de calidad y seguridad.
En el caso de los temazcales, lo más apropiado es buscar aldeas tradicionales, donde todavía se puede vivir la experiencia más «auténtica». En cuanto a la visita a los cenotes, es recomendable evitar aquellos lugares de visita libre, pues aunque no hay que pagar entrada, su estado de conservación suele ser inferior y a menudo no cuentan con las medidas de seguridad adecuadas. También se recomienda contratar guías con acreditación federal para realizar visitas a los enclaves arqueológicos.
DÓNDE DORMIR:
+ Hotel Bahía Grand Tulum. Ubicado a primera línea de playa, este magnífico resort lo tiene todo para disfrutar del estado de Quintana Roo. Suites y habitaciones confortables, restaurantes variados y una oferta de animación y actividades casi infinita.
+ The Fives Oceanfront. Situado en la apacible localidad de Puerto Morelos, este hotel moderno y de diseño rompedor dispone de playa exclusiva y una fantástica piscina infinita. También hay que hacer una visita a sus restaurantes (Al mare, con cocina italiana exquisita y RoMarley Beach House, un proyecto del hijo de Bob Marley, que sorprende con una decoración y una carta llena de sorpresas).
Más información: Turismo de México – Soltour
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